Ir a la playa: la locura colectiva del verano
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ JUL. 22, 2024 (Foto: ©Ideogram)
Ah, el verano y la playa. Esa combinación mágica que hace que personas perfectamente cuerdas decidan abandonar la comodidad de sus hogares para lanzarse de cabeza a un festival de incomodidades y sinsabores. Porque, seamos realistas, ¿qué podría ser más atractivo que tirarse en la tierra o barro, embadurnarse con aceites y cremas, y quemarse la piel bajo un sol implacable? Se podría decir que es un ritual de tortura de una sociedad que anhela la histórica veneración egipcia al dios Ra. Salimos de nuestras acogedoras y ‘frescas’ casas, donde el aire acondicionado nos mima, solo para tumbarnos sobre una mezcla de arena y salitre en una tumbona sospechosa que reza por ser reemplazada. Nos embadurnamos con una variedad de ungüentos que prometen protegernos del sol –aunque en realidad nos convierten en sartenes humanas–, listos para chamuscarnos a fuego lento. Es normal que civilizaciones avanzadas como la japonesa nos miren con cara de asombro cuando hacemos todo esto.
Luego tenemos a los adorables y cariñosos ancianos madrugadores. Esos seres encantadores que, a las siete de la mañana, ya están plantando sus toallas estratégicamente para reservar el mejor lugar. Porque, claro, la playa es una especie de territorio a conquistar, un espacio peligroso en el que es aconsejable moverse con cierta chulería y evitar perder el poder. Los yayos, tras marcar su territorio, regresan a sus hogares para desayunar tranquilamente, sabiendo que, al volver tres o cuatro horas después, su lugar estará esperándolos, como un trono real en medio del desierto de arena. No hay nada como el sentimiento de victoria en una guerra de toallas.
Pero si hay algo que realmente añade encanto a la experiencia playera, es la fauna humana que pulula con sus radio cassettes y altavoces bluetooth. Porque, ¿quién necesita la tranquilidad del sonido de las olas cuando se puede disfrutar de un reguetón a todo volumen? Es casi poético, la manera en que estos personajes nos deleitan con una banda sonora que hace vibrar la arena y nuestras neuronas al mismo tiempo. Los quiero, los amo.
Y hablemos de los vendedores ambulantes. Esa interminable pasarela de personajes que ofrecen cocos, cervezas y combinados sospechosos. Cada pocos minutos, un nuevo vendedor aparece, ofreciendo su mercancía con una insistencia admirable. Es casi como un desfile de moda, pero con más fruta y alcohol. Después están los masajistas, ¿serán titulados?, vendedores de alfombras, venta de shawarma calentito, sardinas a la brasa con su ajito especial, paseo en camello, alquiler de tumbonas, alquiler de kayac… Todo lo que uno puede soñar en un solo lugar y a precios atractivos. ¿Qué más se puede pedir? Es el mismísimo jardín del Edén en la tierra.
Por supuesto, no podemos olvidar las simpáticas interrupciones de pelotas, discos voladores, zapatillas voladoras y las inevitables pieles de sandía y melón –de los vecinos–que nos caen en la cara. Porque nada dice “día perfecto en la playa” como una pelota de playa aterrizando en tu napia –o en la entrepierna– o la arena mojada entrando en tu boca y ojos. Cada uno de estos elementos añade un toque especial a la experiencia, asegurando que no haya un solo momento de aburrimiento. ¡Es divertidísimo!
Así que, ahí lo tienen. Huelga decir que ir a la playa en verano es una aventura como ninguna otra, un episodio vital incierto lleno de misticismo ancestral. Un desfile de incomodidades y excentricidades que nos hace cuestionar nuestro juicio y hace que busquemos, una y otra vez, la esencia de nuestro propio ser entre las olas del mar y los gritos de los niños. Pero, ¿qué sería del verano sin este ritual de auto-tortura? Porque, al final del día, nada une más a la humanidad que una buena dosis de locura colectiva, bajo el sol abrasador, escuchando ‘Tremendo culón’ de mi venerada Bad Gyal. ¡Feliz verano!