¿Quién necesita vacaciones cuando tienes el privilegio de pasar todo el verano en la ciudad, encerrado en tu piso de siempre, con tu querida familia al completo? Olvídate de playas, montañas o escapadas exóticas; he vivido la experiencia definitiva: las no-vacaciones. Y ahora, cuando el resto del mundo se lamenta por la vuelta al trabajo, me enfrento a un nuevo reto: fingir que algo cambió, sonreír con cara de Formentera o de Jaca.
El primer día de “vuelta al trabajo” empieza con un emocionante desafío: encontrar algo que contar cuando tus compañeros te pregunten qué tal tus vacaciones. Mientras ellos narran aventuras en la Toscana o safaris en África, tú haces malabares mentales para que tu relato de una triste barbacoa en el balcón no suene patético. Claro, tu balcón no tiene vistas al mar, pero oye, la vista al edificio de enfrente tiene su encanto, especialmente cuando te toca ver a la vecina de al lado tomando el sol en su magnífica terraza.
El momento cumbre de tus no-vacaciones fue aquella tarde en la que decidiste ponerle un poco de emoción a tu vida y… ¡sacaste la bicicleta estática al salón! Un gesto de rebeldía que, lamentablemente, no impresionó a nadie, ni siquiera a tus hijos, que seguían monopolizando el WiFi como si fuera la última frontera de la supervivencia digital. En realidad tu mayor aventura fue navegar en la selva de series de Netflix, porque ¿quién necesita la Amazonía cuando tienes una lista interminable de documentales sobre ella?
Claro que, mientras los demás hablan de su lucha por conseguir un bronceado perfecto, tú puedes presumir de tu tono “blanco fluorescente”. Después de todo, el sol es para los débiles. Tu piel no ha visto la luz del día desde hace meses, y con razón: salir de casa en pleno agosto, con el asfalto fundiéndose bajo tus pies, es un deporte extremo que ni los más atrevidos osan practicar. El bendito aire acondicionado ha sido tu mejor amigo, y no hay necesidad de correr riesgos innecesarios.
Y luego, está la familia. Todos juntos, todo el tiempo, mirándose los unos a los otros, en el mismo espacio reducido. ¿Qué mejor manera de fortalecer los lazos familiares que 24 horas al día, 7 días a la semana, en un piso donde hasta el eco se aburre? Olvídate de esas idílicas vacaciones familiares que ves en Instagram, las verdaderas pruebas de amor ocurren cuando logras sobrevivir dos meses en el mismo maloliente apartamento sin provocar un motín. La hazaña más brutal fue el día que jugasteis al parchís de seis colores.
Finalmente, llega la vuelta al trabajo, y para ti es simplemente el fin de una rutina y el comienzo de otra, igual de emocionante. Porque, en realidad, nunca te fuiste. Has pasado semanas en el campo de entrenamiento, preparado para lo peor: las reuniones interminables, los correos acumulados y los “te veo más blanco que de costumbre” o “haces mala cara”. Pero nada te afecta, porque sabes la verdad: tus vacaciones han sido tan épicas que no necesitarás otra escapada hasta… bueno, hasta que el próximo verano vuelvas a no ir a ningún lado.
Así que, cuando los demás lamenten la vuelta a la rutina, podré sonreír con superioridad. Después de todo, soy un maestro en el arte de sobrevivir a la monotonía. En realidad me he convertido en una especie de superhéroe que ha alcanzado lo que muchos ni imaginan: no he desconectado, no he ido a ningún sitio, no me he relajado, no he disfrutado del verano y vuelvo al trabajo… para seguir siendo el mismo tipejo –quiero decir superhéroe– de siempre.