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El Triunfo Del Chandal

El triunfo del chandal

(Imagen DALL·E)

ISRAEL DAVID MARTÍNEZ    DIC. 14, 2024

Era una tarde de junio, y el sol parisino derramaba su luz dorada sobre las mesas del Café de Flore. En una esquina sombreada, Karl Lagerfeld, ataviado con un traje de lana gris impecablemente cortado, levantó una ceja mientras encendía un cigarrillo. Frente a él, Yves Saint Laurent, con su chaqueta de terciopelo negro y su mirada ligeramente ausente, jugueteaba con la cucharilla de su café. Conversaban, casi sin mirarse, sobre la dirección que tomaba la moda, los tejidos, los cortes, la inminente muerte del sombrero como accesorio cotidiano. Había algo solemne en aquella escena, como si ambos entendieran que la elegancia, ese tótem al que rendían culto, estaba a punto de ser destronado.

Se podría pensar que estas preocupaciones eran exageradas, pero mirando alrededor, uno podía ver que la preocupación tenía fundamento. Décadas después, ese Café de Flore, otrora un altar para el estilo, se llenaría de turistas en leggings y zapatillas gruesas. Las calles que habían sido pasarelas improvisadas, donde las parisinas caminaban con gabardinas de cintura ajustada y los hombres llevaban pañuelos de seda en el bolsillo del pecho, se transformarían en un desfile de sudaderas con capucha y camisetas gráficas.

¿Cómo llegamos aquí? ¿Dónde quedó la promesa de la elegancia cotidiana, esa idea de que salir al mundo requería un mínimo de esfuerzo estético? La respuesta no es tan simple. No fue un golpe de estado, sino más bien una invasión lenta, insidiosa. Empezó en los años 80, cuando la obsesión por el fitness tomó al mundo por asalto. La ropa deportiva —antes relegada a los gimnasios o las pistas de atletismo— comenzó a infiltrarse en otros aspectos de la vida cotidiana. Pero no fue hasta la última década, con el auge de “athleisure”, que la ofensiva fue total.

En su esencia, el “athleisure” prometía algo tentador, la posibilidad de estar cómodo sin renunciar al estilo. Marcas como Lululemon, Nike y Adidas no solo vendían prendas, sino una aspiración de dinamismo, salud y modernidad. La pandemia de COVID-19 fue el golpe final para la moda tradicional. Con millones de personas trabajando desde casa, los blazers y las corbatas fueron relegados al fondo del armario, mientras que los pantalones de chándal se convirtieron en el uniforme oficial de la cuarentena.

Pero esta transformación no solo ocurrió por comodidad. También tiene raíces más profundas, culturales. La ropa deportiva no solo es funcional; lleva consigo una carga simbólica. Vestir unos leggings de marca o unas zapatillas exclusivas es un acto de pertenencia, un guiño a la cultura pop, una afirmación de que estamos “en movimiento”, aunque sea solo hacia la cafetería más cercana.

Y sin embargo, hay algo melancólico en todo esto. Cuando Lagerfeld dijo: “El chándal es una señal de derrota”, capturó esa pérdida tácita de algo intangible. No se trata solo de telas y cortes; se trata de la teatralidad del vestir, de esa pequeña ficción diaria que nos permite salir al mundo sintiéndonos más grandes, más interesantes, más nosotros mismos.

Ahora, si uno pasea por el Café de Flore, verá menos terciopelos y más poliéster técnico. Pero quizá la elegancia no ha desaparecido del todo. Quizá, como cualquier cosa en la moda, solo ha cambiado de forma. Después de todo, la moda es, en el fondo, un espejo de los tiempos. Y estos tiempos, con toda su rapidez, su comodidad y su caos, están gritando: “Adáptate o muere”.

¿Lo que queda? Una nostalgia suave por aquellos días en los que el simple acto de abrocharse una chaqueta bien cortada era, de alguna manera, una declaración de resistencia.

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