Cuando el silencio es complicidad: racismo y antisemitismo en la mesa familiar
(Imagen DALL·E)
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ ENE. 4, 2025
Era el segundo brindis de la noche cuando el silencio cómplice comenzó a ahogarle. La mesa estaba llena de platos compartidos, copas medio vacías y risas estridentes que se superponían como ladrillos en una pared de aparente cordialidad. Entonces, su tío Joaquín, un hombre que habla siempre con la seguridad de quien cree que su opinión es una verdad inmutable, soltó una frase que cayó como un mazazo: “Estos judíos, siempre controlando todo. Seguro que hasta el banco donde me denegaron el préstamo es suyo”. Las carcajadas que siguieron se sintieron como un eco sordo.
¿Debió decir algo? La mirada de su madre pedía prudencia, como quien trata de evitar que un incendio se propague. Sus manos, tensas sobre el mantel, querían aferrarse a algo. Decidió callar. No fue prudencia, fue cobardía.
Lo que ocurrió esa noche no es un hecho aislado. Es un espectáculo que se repite, de forma menos velada o más directa, en muchas mesas familiares. En los discursos de sobremesa donde se trivializa el antisemitismo como si se tratara de una pieza de mobiliario heredada de otra época: “Es de mal gusto, pero ya está aquí. No vamos a tirarla ahora”. Este tipo de comentarios, que con frecuencia también incluyen insultos racistas, se deslizan con la misma normalidad con la que se sirve el postre.
La escritora Gabriela Wiener recoge esta incomodidad en su mordaz ensayo “Panchita de mierda”, donde relata cómo una mujer progresista, en un acto supuestamente feminista, la insultó sin dudar. Su texto refleja cómo el racismo y el antisemitismo no son exclusividad de los reaccionarios; también habitan los rincones de quienes se consideran ilustrados y bienintencionados. En estos espacios, una disculpa automática suele ser la salida fácil, un intento de limpiar el aire sin enfrentar la mugre que lo ensucia. Pero, ¿es suficiente?
(Gabriela Wiener Bravo, fuente Wikipedia)
En “White Women: Everything You Already Know About Your Own Racism”, Regina Jackson y Saira Rao argumentan que la amabilidad es el mayor enemigo del cambio real. Las mujeres blancas, dicen, han cultivado el arte de la cortesía como un escudo para evitar el conflicto. Esto se traduce en cenas familiares donde los comentarios antisemitas o racistas se dejan pasar para preservar la armonía, cuando en realidad perpetúan una estructura de opresión. Su iniciativa “Race2Dinner” confronta esta inercia, obligando a los participantes a mirar de frente sus prejuicios.
El antisemitismo, sin embargo, tiene una particularidad venenosa. Se alimenta tanto de una narrativa de odio como de una de envidia. Robin DiAngelo, en su famoso libro “White Fragility”, explica que la culpa colectiva puede convertirse en una herramienta para desviar la responsabilidad. En el caso del antisemitismo, esta culpa suele camuflarse en comentarios que aparentan ser críticos con el poder o las élites, pero que en realidad perpetúan una conspiración ancestral: los judíos controlan el dinero, los medios, el mundo.
En la mesa familiar, confrontar estos comentarios es más que un acto de valentía; es una declaración de principios. Sin embargo, el silencio también tiene una razón, la fatiga. Los que intentamos corregir el rumbo de esas conversaciones a menudo somos vistos como “aguafiestas”. Los demás piden que “no arruinemos la cena”, ignorando que el racismo y el antisemitismo ya lo han hecho.
De vuelta al brindis, decidió hablar. Le recordó a su tío que esas ideas, aunque disfrazadas de chiste, no eran inocuas. Le preguntó si sabía que durante siglos los judíos habían sido forzados a profesiones ligadas al dinero porque se les prohibía poseer tierras. Su sonrisa se borró y su respuesta fue un encogimiento de hombros. Nadie le aplaudió, pero tampoco le detuvieron. La mesa quedó en silencio, un momento raro en las cenas familiares. Luego, alguien cambió el tema. “Qué ricos están los canelones este año”, dijo mi prima. Ella también probó los canelones y descubrió que no estaban tan buenos como el silencio que había dejado su intervención.
La pregunta, entonces, no es si podemos atajar los comentarios racistas y antisemitas en la mesa familiar. Es si estamos dispuestos a pagar el precio de incomodar a quienes amamos para construir una dinámica donde todos, incluso los ausentes, sean respetados. La próxima cena vendrá con nuevos platos y nuevas conversaciones, pero, si tenemos suerte, también con menos prejuicios disfrazados de humor.