
Una noche para la historia o Currentzis en el Palau
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ MAR. 24, 2025 (Foto: ©Toni Bofill)
Por fin llegó a Barcelona una orquesta con la masa orquestal adecuada para abordar el repertorio romántico centroeuropeo. Y no fue una formación alemana ni vienesa. Fueron los rusos —musicAeterna—, comandados por un Teodor Currentzis en estado de gracia, quienes ofrecieron una lección inolvidable de música, intensidad y devoción.
Anoche, el Palau de la Música Catalana vivió una de esas veladas que se recordarán por décadas. La Sinfonía n.º 9 en re menor, WAB 109, de Anton Bruckner, única obra del programa, encontró por fin en Barcelona la lectura que merece. La sala modernista, con su exuberancia visual, se convirtió en caja de resonancia de un Bruckner como pocas veces se ha escuchado, es decir, brutal, místico, abrasador.
Teodor Currentzis —figura inclasificable, mitad visionario, mitad director, y entero artista— volvió a demostrar que, en sus manos, la música deja de ser un fenómeno acústico para convertirse en una experiencia sensorial absoluta. Su batuta no dirige, invoca. Y sus músicos, devotos hasta la médula, le siguen con una entrega que roza el trance. Y ese trance lo contagian por doquier.
Desde el primer acorde, la densidad sonora fue reveladora. Por fin, las proporciones eran las correctas. Los diez contrabajos, los doce violonchelos, las 14 violas generosas y los 28 violines —liderados por una concertino de una perfección casi inhumana— construyeron una arquitectura sonora poderosa, flexible, orgánica. Era, simplemente, la orquesta que Bruckner tenía en mente. Y resulta cuanto menos paradójico que haya sido una formación rusa, no centroeuropea, la que nos haya devuelto la escala, la grandiosidad y la hondura que esta música exige.
El compromiso de los músicos de musicAeterna es digno de estudio. Cada entrada de los primeros atriles era una declaración de intenciones. No se trataba de tocar, sino de encarnar la música. Cuesta encontrar precedentes comparables en las últimas décadas; tal vez Claudio Abbado con la Filarmónica de Berlín, o su efímera y mágica Orquesta del Festival de Lucerna. Aquello era más que precisión: era fe.
La lectura de Currentzis se apartó con decisión de la tradición bruckneriana más solemne y litúrgica. Aquí no hubo niebla alpina ni contemplación monacal. Hubo fuego y, éste, arrasó con todo. El Adagio final, suspendido en el tiempo como un aliento que se niega a extinguirse, alcanzó un clímax emocional que dejó a buena parte del público muy tocado. Y no por melancolía, sino por asombro.
Impactante, sí. Brutal, sin duda. Mágica, absolutamente. Costará —y mucho— que alguien se atreva a revisitar esta sinfonía en Barcelona sin sentir el peso de esta versión como una sombra monumental. Anoche, en el Palau, se vivió algo más que un concierto, se asistió a un milagro musical. Y lo trajo un ejército ruso de precisión quirúrgica y alma en llamas, guiado por el espíritu visionario de un director único.