A hombros de gigantes
By GONZALO VILLEGAS MAR. 12, 2017
Le solicitaré al lector que encuentre la ocasión de ver el cortometraje de 1992 “El tamborilero del Bolero de Ravel” (le batteur du boléro): se encuentra fácilmente en Youtube. (También le solicitaré me disculpe por tomar en orden inverso la reseña del concierto al que acudimos) Verase en la cara dispersa de Jacques Villeret, durante los ocho minutos que dura el film (20, la pieza para orquesta), el sarcasmo que entrañan las siguientes palabras. Después de una primera parte que ya era en sí UN concierto (y de aquellos que me hacen seguir confiando en el propósito que nos reúne en masa en un tal auditorio), le sucedían después de la pausa dos obras más: de desmedido tamaño habida cuenta su contendio, de muchos compases, ¡muchísimos!, como un catálogo muy largo y faltado ya de fuerzas –sobretodo, un catálogo de uso de sordinas. Jamás había visto una fuerza orquestal semejantemente arrojada a la necesidad de tal logorrea musical, después de extinguida ya su entrega al programa. Se asemeja a la otra cara de lo que lector y televidente encontraren en el film con Villeret: 7 contrabajistas, multitud de instrumentos doblándose unos a otros, 6 percusionistas muriéndose de aburrimiento en lo alto del escenario (y esto, como reflejo sólo de la extrapolación propuesta al total de las fuerzas orquestales). De ahí que cuando se busquen referencias de la génesis, me refiero a la pieza del húngaro Bartók, se encuentra uno con lo mismo: un catálogo de rarezas, en lugar de una descripción, que hicieron de ésta una página de difícil recepción en la época de su escritura. Puede ser un ejercicio digno vivificar de nuevo una pieza así, con gran labor de director y músicos desenmarañando lo que encierra El mandarín maravilloso; pero no con un público y orquesta fatigados después de dos horas ahí.
Hablemos pues de la primera parte, en la que ya se hallaban las claves para la disquisición, y dejemos de lado una vez más por qué programa así y cómo lo ordena la Institución anfitriona de esta cita. Cita, por cierto, cancelada el viernes por manifestar parte de sus trabajadores bajo nómina en el Ayuntamiento –resultado del tejemaneje en que desemboca un “Consorci de l’Auditori i l’Orquestra”– los impagos e inequidades: a saber, reembolsos debidos a devengos que anteriormente se produjeron, pero que ahora quedan en papel mojado. Y sucede que el que suscribe estas líneas recurrentemente se pregunta qué podría mejorarse: pues, por ejemplo, algo para lo cual han encontrado palabras ya en Viena, update your ears (actualiza tu oído), por lo que hace a los asistentes; una estrategia de acuerdo a los tiempos y la situación socio-política, por lo que hace a la Institución.
Hèctor Parra, compositor residente, nos sintoniza los oídos y las mientes anticipando con unas cuantas palabras, clarividentes, lo que vamos a escuchar. Se trata de Fibrillian: aclara Parra que esta obra, ejecutada por un contingente de casi medio centenar de cuerdas sin carecerle ningún otro tipo de instrumentación adicional, intenta comportarse como la fisiología de la fibrilación cardíaca (auricular-ventricular). He ahí un pedacito de nuestro héroe: E.T.A. Hoffmann, Goethe y Schelling ponen en boga hace 200 años hablar sobre si el arte imita la naturaleza, si imita el crecimiento de las flores, si el arte imita al hombre, si imita al espíritu, si se imita a sí mismo. En 2017 un compositor cabal tiene las agallas que hay que tener para anunciarnos el update que la metafísica de la música ha logrado alcanzar en él: el arte puede imitar algo tan mundano y probable como una patología cardíaca del ser humano; a la luz de ser una especie animal de lo más anodina, considerando su existencia tan arbitraria en el devenir del Universo, tal como un saco de átomos de carbono bien combinados: éste no es, gracias, el acontecer del arte. Me parece haber visto en las caras concentradas de los músicos un intento acérrimo de lograr trasladar en los medios técnicos y materiales lo que esa composición quiere expresar de sí.
Cual Argerich y Barenboim en obras concertantes, Arcadi Volodos exhibe un conocimiento y seguridad que dejan atónito. Creo que gracias a sucesos monolíticos como este no tiro la toalla sumándome a los que vociferan “la era de los grandes pianistas se desvanece”. Arcadi lleva tan certero y adentro el tercero de Beethoven (ahí otra zancadilla del equipamiento cultural: del total de 2h30 que nos ocupan, sólo un “Volodos interpreta el 3r de Beethoven” es anunciado –por favor, revisen su moral de publicidad y marketing), que no parece sino ser él quien dirige desde el piano, en observancia a la fuerza orquestal con la que pugna durante y después de sus intervenciones. Confirma esa seguridad el primero de los bises, el Minuet de Schubert: se afirma con la contundencia de no dudar en dejar al público en una penumbra sonora vertiginosa, introspección profunda del ser a la que obliga, en un umbral de silencio y recogimiento en el que sólo puede escucharse la propia respiración y la voz de los pensamientos de uno mismo. Es más, algo debo añadir: de la devoción que siento por los conciertos tercero y cuarto para piano de Beethoven, cabe confesar que pueden hacerme perder (a mí y a tantos otros) la cordura. Por lo que refiere al que hoy nos concernía, el tercero, jamás escuché versión que tanto incidiese en el alma desde las de Bruno L. Gelber y Marta Argerich. Por lo que a la orquesta se refiere en el primer movimiento, oboe, clarinete y fagot intercambian unos diálogos logradamente deliciosos con el piano; no se dio la misma suerte en el último de los movimientos, pues hubo que insuflarle nervio para que el Rondó acabase majestuosamente con los siempre esperados castillos de fuegos artificiales (pendiente a revisar también: la mayoría de los obbligati para las trompas fueron un sonado desatino; quizás no lo fueran en el mismo programa del sábado, no siendo aquél una matinée –para bien y para mal de un domingo por la mañana).
Una última confesión: ese tercero de Beethoven todavía ahora hace saltar las lágrimas al que firma, desde una posición humilde, el presente texto. Que se abstengan los apocalípticos: tenemos la suerte, creo, de hallarnos todavía entre gigantes.
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