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Capriccio, De Los Dioses

Capriccio, de los dioses

By JOSÉ MARÍA GÁLVEZ     MAY. 30, 2019

(Photo by Javier del Real)

La última de las óperas representadas en el Teatro Real ha sido “Capriccio” de Richard Strauss (1864-1949) y lo ha sido de tal forma que descubrimos no solo un capricho por su forma y libertad sino porque es un antojo del que cualquiera quisiera disfrutar.

La historia

“Capriccio”se estrena en la Staatsoper de Múnich, ciudad natal del compositor, el 29 de octubre de 1942, punto medio de la Segunda Guerra Mundial, con libreto del propio Strauss en colaboración con el director de orquesta Clemens Krauss (1893-1954) y el escritor Joseph Gregor (1888-1960) colaborador de las últimas óperas del bávaro, sobre un texto de Stefan Zweig (1881-1942) desaparecido ocho meses antes en su exilio brasileño huyendo de la locura criminal nazi, de la sinrazón que de vez en cuando invade al ser humano y que de vez en cuando se nos vuelve a olvidar. Aunque este trabajo se torne póstumo para el autor de “Die Schachnovelle (Novela de ajedrez)” –última de sus novelas que sirve de base al libreto de la tercera ópera de Cristóbal Halffter aún sin representar en España-, nace de una preocupación común de varios años. ¿La música o la palabra?, ¿cuál prevalece? y ¿cómo crece y se potencia de la mano de la escena y la dramaturgia?. Se convierte así la ópera en una metaópera que cuando llega a su final aún no ha empezado. Esta discusión la desarrollan en forma de disputa amorosa de dos enamorados de la misma persona, la condesa Madeleine –viuda reciente y con escaso duelo-, el primero, Olivier, poeta que esconde en sus textos el amor que siente por la condesa y, el segundo , Flemand, compositor que transforma el sentido de las palabras de Olivier a través de la música, imprimiendo en aquellas un significado que estaba escondido antes de formar parte del velo de la música, pero ni la música ni la palabra valdrían mucho si no fuera por la dramaturgia que en la ópera viene de la mano de La Roche, paradigma de director de escena epicentro de todo lo que ocurre, ha ocurrido y ha de ocurrir y que se siente en un plano superior al del poeta y el músico porque él es el que da sentido a lo que hacen los otros. La incorporación de este factor por parte de Strauss y Zweig denota el profundo sentimiento de teatro que ambos tenían y que en esos momentos se nos presenta fundamental, pues de la escena, de la dramaturgia, de aquello que no está escrito en la partitura, nace la posibilidad de transformar la palabra cantada en representación de sentimientos y sensaciones que da un nuevo sentido a las anteriores al servirse de la actuación, de la danza o del vestuario. Esto lo ha entendido a la perfección el director de escena Christof Loy junto al escenógrafo Raimund Orfeo Voigt, los cuales hacen un trabajo redondo en el que enlazan tradición y modernidad pero sin que ninguna eclipse a la otra. Hallazgos como el triple personaje, para sustituir al espejo en la función de delator del implacable paso del tiempo, son de efecto multiplicador sobre las ideas originales.

Los intérpretes

Asher Fisch, el director de orquesta israelí, conduce la orquesta al mismo nivel que Christof Loy conduce la escena, el nivel antes mencionado en la escenografía está aparejado al que se consigue con una muy acertada interpretación llena de quiebros, planos que llegan a superponerse parcialmente, matices y expresividad que mal entendidos pueden resultar planos y artificiales pero que en la noche del 29 de mayo se ofreció como rica, densa, fluida: puro gozo, del que hay que destacar la trompa que llenó sus solos, sus llamadas, con limpieza y brillantez.

Entre los cantantes hay que empezar por la protagonista, la soprano sueca Malin Byström nos puede hacer olvidar que Richard Strauss no escribió el papel para ella, porque su lectura es como la piel que se ciñe a la carne, grande estuvo a la par en su actuación escénica y en su lectura vocal. Esperemos volver a decir esto pronto en futuras vistas de la soprano sueca. El bajo alemán Christof Fischesser da vida, literalmente, al personaje de Le Roche que, al igual que con Malin Byström, el trabajo escénico del bajo y el trabajo vocal es impecable. Digna en su papel estuvo la mezzosoprano Theresa Kronthaler que supo estar al nivel de los ya comentados. Leonor Bonilla, soprano sevillana, y Juan José De León, tenor tejano, hicieron un dúo italiano que, sin perder la comicidad que requería el mismo, resultó elaborado y sin fisuras si tenemos en cuenta que hay fragmentos que deben quedar en un plano inferior al del desarrollo que a la vez se está dando en la sala. André Schuen, temperamental y apasionado barítono que da vida al poeta Olivier y el tenor norteamericano Norman Reinhardt, hicieron posible que el trabajo de Christof Loy y el de Ascher Fisch formasen un denso entramado que posibilitó haber asistido a una de las mejores representaciones de los últimos tiempos. De estar ante la constatación de un capriccio, sin duda, de dioses.

¿Música o palabra?

Strauss inicia la obra con un maravilloso sexteto de cuerda y desde ese momento no deja de invadirnos la riquísima partitura llena de colores y matices que conducen a un delicioso final, precedido de un endiablado concertante que cantantes y orquesta supieron resolver con satisfacción. Palabra o música, pero siempre música y palabra que se alcen y lleven al ser humano a comprender que por encima de los intereses egoístas está la propia esencia del ser y que ninguna actitud autoritaria, prepotente y sectaria pueda hacer que se silencie y se mutile la libertad de expresión como sí se quebró el final de la ópera al romperse por unos aplausos precipitados e ignorantes por parte de algún presente.

teatroreal.es

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