Crónicas post navideñas
(Imagen DALL·E)
El 26 de diciembre, Marta se despertó en su apartamento de Madrid con la luz del amanecer filtrándose a través de las cortinas. La noche anterior, su salón había sido el escenario de una cena navideña casi coreografiada, risas resonando entre brindis, el crujido de papeles de regalo desgarrados y los aromas persistentes del asado. Ahora, los restos del festín eran una escena de posguerra doméstica: copas medio llenas, platos apilados en el fregadero y un silencio tan denso que podía sentirse. Mientras recogía una guirnalda torcida, se preguntó por qué, después de la algarabía, siempre llegaba este vacío.
Las fiestas navideñas tienen un curioso talento para magnificarlo todo, alegrías, nostalgias, tensiones. En la cena, un comentario aparentemente casual había quedado incrustado en su mente como una espina: “Te veo más delgada, ¿estás comiendo bien?” seguido de un “Parece que has ganado unos kilitos desde el año pasado”. Dicho entre risas y copas de vino, fue recibido con el silencio cómplice que suele proteger este tipo de observaciones familiares. Esa noche, Marta sonrió por compromiso, pero las palabras seguían rebotando en su cabeza al día siguiente, como una canción que no puedes apagar.
Los psicólogos tienen un término para esto, microagresiones festivas. Comentarios aparentemente inofensivos que, bajo la luz del árbol de Navidad, pueden convertirse en detonantes de inseguridades profundamente arraigadas. En un estudio reciente, se reveló que el 64% de las personas experimentan algún grado de ansiedad social durante las fiestas, en gran parte debido a las expectativas familiares y los juicios, ya sean sobre su peso, su carrera o su vida amorosa.
Pero no era solo eso lo que pesaba en Marta. El día 24 había pasado horas organizando la cena, planeando el menú, comprando ingredientes, decorando la mesa con un esmero que ni siquiera Instagram merecía. Había asumido, casi sin pensarlo, el rol de anfitriona, un papel que, según la tradición no escrita, recaía en las mujeres de su familia. Mientras fregaba una bandeja esa mañana, se preguntó cuándo había decidido que garantizar la perfección de la Navidad era su responsabilidad.
“Es curioso cómo estas tareas se perpetúan”, reflexionó Marta después, recordando una conversación con su amiga Clara, quien había optado por encargar comida preparada este año. “Mis hijos no van a recordar si el pavo era casero o comprado, pero sí van a recordar si su madre estaba demasiado cansada para jugar con ellos”, le había dicho Clara. Según un informe reciente, las mujeres dedican un 70% más de tiempo a las tareas domésticas y organizativas durante las fiestas que sus pares masculinos. Marta, que había pasado la mitad de la cena atendiendo la cocina, sintió que la estadística le hablaba directamente.
Por supuesto, las fiestas no solo amplifica las tensiones; también ilumina las ausencias. Para Marta, la silla vacía de su abuela, fallecida el año anterior, era un recordatorio constante de las cosas que no podían recuperarse. En un rincón de la sala, la vieja pandereta de su abuela seguía colgada, inerte. Cada vez que la miraba, una punzada de nostalgia se mezclaba con la gratitud por haber tenido esas memorias en primer lugar.
Pero, como todo en la vida, las fiestas también terminan. En los días posteriores, Marta decidió que necesitaba algo más que simplemente “recoger”. Se inscribió en una clase de yoga y comenzó a planificar encuentros con amigos en enero, intentando transformar la melancolía post-festiva en algo más proactivo. También, en un gesto casi simbólico, decidió donar una caja llena de decoraciones navideñas que ya no usaba. “Un poco menos de exceso para el próximo año”, se dijo.
A medida que las luces de Navidad se apagaban en su edificio y los abetos comenzaban a aparecer en los contenedores de basura, Marta sintió que algo había cambiado. La temporada festiva había dejado su rastro, como siempre lo hacía, pero también había traído consigo una lección: incluso en el otro lado de la fiesta, cuando los platos están sucios y las risas se han disipado, hay espacio para reconstruir y redescubrir algo de paz.