Cultura… consumo… ritmo acelerado
(Imagen DALL·E)
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ DIC. 21, 2024
En una tarde templada de septiembre, Sophie, una artista de Brooklyn, decidió realizar una venta de garaje. Había acumulado cajas llenas de viejas cámaras polaroid, discos de vinilo y un número alarmante de adornos vintage que había coleccionado durante sus viajes. Sin embargo, al terminar el día, lo que más sorprendió a Sophie no fue cuánto había vendido, sino la velocidad con la que las cosas que había atesorado se convertían en posesiones fugaces para otros. “Al final, todo parece tan desechable”, reflexionó, observando cómo su cámara favorita terminaba en las manos de un adolescente que la compró solo para grabar videos virales en TikTok.
El episodio de Sophie encapsula una tensión que define nuestra época: la paradoja de vivir en un mundo donde la cultura, el consumo y nuestras propias experiencias se aceleran hacia lo efímero. La velocidad ha dejado de ser una simple herramienta y se ha convertido en el motor que define nuestra existencia.
¿Cuánto dura un momento memorable en 2024? En una encuesta reciente publicada por la Universidad de Stanford, se descubrió que el promedio de atención de un adulto estadounidense frente a una pantalla ha disminuido a solo 47 segundos. Es decir, mientras lees este párrafo, es probable que ya hayas sentido la necesidad de cambiar de aplicación, revisar tu correo o simplemente desplazarte más abajo. Este fenómeno, conocido como “fatiga digital”, se ha entrelazado con la economía de la atención, es decir, el recurso más codiciado por las empresas tecnológicas.
Este ritmo acelerado no solo transforma cómo consumimos información, sino también qué valoramos como sociedad. Tome como ejemplo la reciente tendencia de “core memories” en redes sociales, donde las personas capturan momentos aparentemente banales pero cargados de significado personal, como tomar café en una tarde lluviosa o mirar el ocaso desde un tren. Este intento de inmortalizar lo fugaz puede parecer poético, pero también expone una contradicción profunda. Al tratar de capturar el momento, inevitablemente lo reducimos a una imagen o un video que se perderá entre millones en el ciberespacio.
El sociólogo Zygmunt Bauman acuñó el término “modernidad líquida” para describir una era donde nada parece permanecer sólido, y esto es especialmente evidente en el consumo contemporáneo. Las plataformas de comercio electrónico han hecho que adquirir productos sea tan instantáneo como respirar, pero también han acelerado el ciclo de obsolescencia. En 2023, el 40% de los artículos adquiridos durante el “Black Friday” fueron desechados en menos de un año, según un estudio de la consultora McKinsey. Es irónico, compramos más que nunca, pero valoramos menos.
Volvamos a Sophie. Mientras atendía su venta de garaje, un comprador le preguntó si la vieja radio que vendía funcionaba. “Probablemente”, respondió ella. Cuando el hombre, un anciano que vivía en la esquina, regresó más tarde para mostrarle que había reparado la radio y que ahora la usaba para escuchar jazz cada noche, Sophie sintió una mezcla de alivio y nostalgia. En un mundo donde todo parece tan descartable, la radio había encontrado un segundo acto.
La historia de la radio de Sophie puede parecer trivial, pero es un recordatorio de que lo efímero no siempre debe ser inevitable. En Japón, el arte del “kintsugi”, que consiste en reparar objetos rotos con oro, celebra la imperfección y la historia que cada grieta cuenta. Tal vez, en medio de nuestra cultura rápida y desechable, deberíamos aprender algo de esta filosofía. No todo tiene que ser nuevo, ni perfecto, ni instantáneo.
A medida que el sol se ponía sobre Brooklyn, Sophie guardó las pocas cosas que no había vendido y decidió conservar una antigua lámpara que había planeado desechar. “Tal vez”, pensó, “pueda darle una nueva vida”. Al encenderla esa noche, proyectó una luz cálida en su estudio, iluminando su espacio con algo que ya no era simplemente funcional, sino también significativo. Sophie había encontrado, al menos por un momento, una forma de resistir el vertiginoso ritmo de lo efímero. Y quizás, en esa resistencia, yace nuestra última esperanza de ralentizar el tiempo y redescubrir lo que realmente importa.