“Don Carlo” de Verdi inaugura la Temporada 2019-2020
© Javier del Real
By JOSÉ MARÍA GÁLVEZ SEP. 22, 2019
Como si el final fuera el principio, se inaugura la nueva temporada del Teatro Real de la misma manera que acabó la anterior: con sendas óperas verdianas, Giovanna d’Arcopara acabar y Don Carlo para comenzar, ambas con origen en dos dramas pseudo-históricos de Friederich von Schiller (1759-1805), no contemplando, de ninguna manera, el rigor histórico como uno de sus ingredientes, pero que en el caso del heredero al trono español sirve de pilar y refuerzo para la leyenda negra que sobre Felipe II se ha escrito y fomentado, lo que propicia el interés por el morbo y lo oscuro, aunque sea inventado, como una de las constantes del alma del ser humano a lo largo de los siglos, sin que transcienda la verdad que a nadie importa ni interesa, menos si ésta nace de un pobre niño (el príncipe) que sobrevivió a una trepanación cuyas secuelas le condujeron a la pérdida de la razón, sin enamoramientos y sin pretensiones que si no se hubieran inventado a lo mejor no le hubieran dado el protagonismo y simpatía de los que ha gozado.
La opresión
Esta sensación de opresión se consigue e incrementa con un montaje y puesta en escena sobria y sutil. Muy acertado el incensario, a modo de butafumeiro, que aparece y desaparece de la escena. Robert Jones bajo la dirección de David McVicar, lleva a cabo un acertado trabajo que desde el intimismo del sepulcro desnudo hasta el culmen del Auto de fe con la cruz en llamas evoluciona de forma casi imperceptible sin quitar protagonismo a la música.
El encargo
Don Carlo, compuesta por Giuseppe Verdi (1813-1901), nace como encargo de la Ópera de París y tiene como libretistas a Joseph Méry (1797-1866) el cual ya había colaborado con Verdi en su décimocuarta ópera La battaglia di Legnanoy Camille du Locle (1832-1903) que terminaría el libreto de Méry tras su muerte, tomando como base el drama de von Schiller. A ninguno de ellos le incomoda el tratamiento histórico dado que sin duda garantizaba un mejor encuadre para la acción y los personajes dentro de la Grand Opéra a la que debía ceñirse el encargo. Eso sí, nos encontramos con un Verdi maduro, que inicia su tetralogía final, donde comienza a rebelarse y ya no responde a gustos impuestos, prueba de lo cual fue la respuesta que le dio a su libretista Camille du Locle cuando éste se convirtió en el director de dicha Ópera, negándose a escribir otra ópera para dicha institución ante las presiones que consideraba que llevaban al compositor a que acabara estropeando su propia obra y el reflejo de cómo el genio de Busseto se sacude de dichas imposiciones es el continuo cambio de versiones de ésta ópera durante 19 años hasta llegar a la llamada versión de Módena por ser estrenada en esa ciudad en 1886, cuarenta y un días antes del estreno de Otelloen La Scala de Milán el 5 de febrero de 1887. Versión en la que desaparecen gran parte de las imposiciones de la Ópera de París para su estreno. Por tanto estamos ante un Verdi en su plena madurez y con dominio del lenguaje de la orquesta y las voces, lejos de los corsés de su primera época, exigiendo el máximo a los intérpretes que en este Don Carlo, donde se recupera el acto de Fonteneiblau, ha tenido gran aprobación por el público durante toda la representación, a pesar de su larga duración.
© Javier del Real
Elisabetta Arteta
No es un error, es una constatación. De Ainhoa Arteta solo puede decirse sublime. La soprano con una voz sumamente atractiva, de altísima calidad se movió a lo largo de su papel con inteligencia y acierto, haciendo parecer naturalmente fácil lo difícil como el canto en la zona grave, seña común de esta ópera, el cual realizó sin aparentes problemas ni disfunciones, hasta el límpido fraseo en la zona aguda, regalándonos pianísimos y filados que hacían contener la respiración al auditorio, prueba de lo cual la inmensa ovación tras su ‘Tu che la vanità’. Elisabetta de Valois pasó por innumerables estados a lo largo de la representación y a todos ellos atendió la soprano guipuzcoana con el color requerido pero con la misma frescura que un tarro de esencia recién abierto. Andrea Caré de monótono fraseo y poca proyección de la voz, no sin calidad, recreó, en lo vocal y en lo escénico, un Don Carlo sin fuelle pero con momentos gratos. Parecido le ocurrió al bajo Michele Pertusi en su interpretación del todopoderoso Felipe II, que a pasar de disponer de un atractivo fraseo en la línea melódica, hace un papel en general apagado, pero que contiene momentos de brillantez como los del acto IV, durante el lamento amargo y emocionado en el ‘Ella giammai m’amò’ o el dúo con el gran inquisidor donde los bastonazos de éste nos hace trasladarnos a la muerte de Sigfrido, presagiando la muerte de este otro héroe, hijo del monarca más poderoso de la tierra, que para Verdi era Don Carlo. El gran inquisidor, alter ego del emperador Carlos I de España y V de Alemania, retorcido intérprete de la voluntad y designios del dios de los católicos, erigidos como únicos herederos del cristianismo original, siendo el azote, literal, de protestantes, luteranos y demás desviaciones del dogma, en la voz y cuerpo del bajo polaco Rafal Siwek encuentra un buen actor y un correcto intérprete del papel que junto al otro fraile, en la voz del barítono-bajo argentino Fernando Radó, con mayor cuerpo vocal, asientan bien las zonas graves, siempre remarcadas por el viento metal y parte del viento madera de la orquesta. Otro personaje masculino que no termina de convencer en su interpretación, con zonas de poca proyección y colores apagados, aunque un buen fraseo en general, es el del barítono Simone Piazzola, destacando en su dúo final del acto V con Don Carlo. En general, la actuación masculina ha resultado escasa de altura y no cubriendo expectativas ni objetivos si bien con momentos de acierto vocal y escénico. No ocurre así la soprano valencia Silvia Tro Santafé, la cual nunca me ha defraudado desde que hace diez años la escuché en este mismo teatro en la rossiniana Isabella de L’italiana in algeri, en su interpretación de la princesa de Éboli, amiga y traidora, respetuosa y celosa de Isabel, que transmite con acierto cada uno de los matices que acompañan al drama y al engaño de su papel. El paje Tebaldo representado por la soprano madrileña Natalia Labourdette se nos presenta como un niño suavito y tímido, a veces enamorado, a veces temeroso, de bella voz pero con poca proyección. Correcto igualmente estuvo el tenor granadino Moisés Marín haciendo de el Conde de Lerma, bien es cierto que su papel no era tan extenso como el resto de papeles masculinos y por tanto se ha guardado mejor del posible agotamiento que las voces pueden acusar y sufrir, pero quizás sea de lo más positivo en la actuación masculina. Y en su papel de una voz del cielo se proyectaba la de Leonor Bonilla, soprano sevillana ya conocida por el estupendo dúo italiano que nos regalaba en su interpretación en Capricciode Richard Strauss (1864-1949) la pasada temporada y que aquí resolvía con elegancia la nada cómoda línea de su papel.
Con todo, este segundo reparto del día 19 de septiembre fue ampliamente aplaudido y vitoreado, siendo Ainhoa Arteta la protagonista indiscutible de todo el elenco.
© Javier del Real
Coro y Orquesta
Todo ello fue correctamente acompañado por Nicola Luisotti, director principal invitado, junto a Pablo Heras-Casado, del Teatro Real, si bien no alcanzando los niveles que pudimos disfrutar en su lectura de Turandotde la pasada temporada, pero con una vibrante interpretación que en algún momento llegó a sepultar vocalmente a algunos de los intérpretes. Junto a ellos el coro, aunque estático en su figuración, hace gala de su buen estado vocal y musical.
Como escribió Antonio Machado: “En mi soledad he visto cosas muy claras, que no son verdad”. Esto le pasó al personaje verdiano de Felipe II y esto pasa cuando la soledad se rodea de malas compañías, interesadas y falaces, tan de moda hoy en día cuando la soledad se disfraza de miles de amigos en redes.