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El Show De Georges Bizet

El Show de Georges Bizet

By JAIME BERMÚDEZ ESCAMILLA    MAY. 15, 2019

(Photo A. Bofill)

El pobre Bizet era un tipo sin suerte. En su estreno en 1863 “Los Pescadores de Perlas” no cosechó precisamente un éxito arrollador, y tras solo dieciocho representaciones, y acusaciones de wagnerismo y verdismo, cayó en el olvido hasta que su temprana muerte, con el redescubrimiento de Carmen, provocó el efecto “Grandes Éxitos”. Esta del Liceu tampoco parecía estar llamada a ser su noche. El Gran Teatro acogía por primera vez la versión original del libreto en francés, y quizá sea en ese libreto donde radica la cuestión, entonces y hoy.

No es poco frecuente que los directores de escena afronten el vilipendiado libreto de Eugène Cormon y Michel Carré con maniobras de evasión, y esa misma parece ser la estrategia de Lotte de Beer con esta producción. Quizá pretendiendo establecer un paralelismo entre la condescendiente Europa del siglo XIX, que aquejaba una superficial fascinación por Oriente; y la chismosa sociedad actual, con su fascinación por el realismovitaminado, De Beer debió de encontrar justificación suficiente para aparcar la trama original a un lado, trasladando a los personajes desde la antigua Ceilán hasta un isleño reality show. Se establece así un segundo plano narrativo donde el papel que el coro desempeña como telespectadores externos a la acción nos trae a la mente “Poderosa Afrodita”. El principal problema con estas proyecciones es que su ajetreado movimiento de hormiguero acaba distrayendo al público, como también ocurre con los flashbacks, presentados aquí a modo de crítica a la imperante deglución de ficción televisiva. Dicho sea de paso, sí encontramos en escena algún notable acierto, como el templo nocturno recortado sobre la superluna, el choeur dansé del tercer acto o los primeros planos proyectados de los solistas, que permiten observar de cerca su interpretación.

Contra viento y marea el triunfo melódico de Bizet prevalece, realizándose magníficamente en la actuación de Ekaterina Bakanova. La soprano, con la seguridad que brota de la solidez de su técnica, arriesga y gana, desplegando la belleza de su vibrato y sus preciosos melismas en “Ô dieu Brahma”, y la dulce fragilidad de la cadenzaen su aria de salida del segundo acto. La perla de la obra, el dúo “Au fond du temple saint”, no reluce especialmente por la falta de unión entre los intérpretes, los problemas de proyección (que volverán a hacer acto de presencia) y alguna desconexión con la orquesta. Aun así, el enamorado Nadir de John Osborn consigue un enternecedor color en la romanza “Je crois entendre encore”, encandilador a pesar de la dificultad que entraña la mezza voce, que le amarga el “dulce sueño” y el “recuerdo embriagador”. Por su parte el barítono Michael Adams firmó un papel correcto especialmente en su cavatinadel tercer acto, pero con falta de rotundidad y proyección.

El coro de Conxita Garcia, toda una garantía, brilla especialmente con el protagonismo que le confiere la partitura, alcanzando grandes cotas de grandilocuencia en el primer acto (“Le ciel est bleu!”) y de dramatismo fatal en los actos segundo y tercero (“Ah revenez a la raison”, “Arrêtez! Arrêtez!”). Es justo en su comunión con el coro donde sobresale la orquesta a la dirección de Yves Abel, de gran expresividad en los pasajes más intensos, pero de un conducirse puntualmente errático.

Mención aparte merece el falso reportaje proyectado durante el entreacto que precede al último acto, donde una encuesta a pie de calle sondea si los protagonistas deberían morir. A pesar de que cada número resaltado en el folleto es debidamente aplaudido, parte del público parece disfrutar más de esta ocurrencia que de la obra en sí. Una suerte de premonición, puesto que al caer el telón del Liceu, el público emite su particular juicio: muy merecida ovación para el coro; apreciación también por la labor de Radó, Osborn y Adams, siendo Ekaterina Bakanova quien cosecha el mayor aplauso; y por último, el reproche que sentencia la dirección escénica. Para cuando sube el director ya quedan pocas ganas de aplausos, que casi extintos, se reavivan por cortesía para intentar que al menos aguanten hasta la última caída del telón.

Sin duda una apuesta escénica arriesgada, que intenta cubrir la deficiencia con el artificio, pero que no logra convencer al público del Gran Teatro del Liceu. Quizá sea el tono, más propio de la opéra-comique, quizá el esperpéntico exceso de estímulos, o la elección como punto de partida de una realidad demasiado chabacana para el espectador habitual. En cualquier caso, innovar conlleva sus riesgos, pero es necesario. Mejor suerte para la próxima. No olvidemos que hacía cincuenta años que los Pescadores de Perlas no se representaba en el Liceu, y sigue siendo una buena oportunidad de disfrutar de los aciertos melódicos de “la otra” ópera de Bizet.

liceubarcelona.cat

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