Entremeses y carne cruda
© A. Bofill
JAIME BERMÚDEZ ESCAMILLA DIC. 8, 2019
Cavalleria Rusticana y Pagliacci: Sicilia y Calabria, la questione meridionale. En el sur rural de Italia las promesas incumplidas del Resurgimiento divierten una mirada desencantada hacia la crudeza cotidiana, bajo la guía del escritor Giovanni Verga. Apenas 50 años después ocurre lo propio con el neorrealismo cinematográfico en una Italia que se desprende de la ocupación nazi. Ambas corrientes salen al encuentro esta noche en el Teatro del Liceu con el gran díptico verista (o, cariñosamente, Cav y Pag). Dos obras que proyectaron una alargada sombra sobre sus prometedores compositoresy los convirtieron en flores de un día. Hoy, dos caras de una misma moneda acuñada por el editor Sonzogno.
El telón del Liceu descubre una escena congelada que detiene una tragedia a punto de estallar. En un ejercicio de narrativa disruptiva muy del gusto de los tiempos que corren, Turiddu yace tendido en el suelo, y mammaLucia se lamenta con grandes aspavientos. A lo lejos, en un traspiés Roberto Alagna arranca en falso con una malograda siciliana. La historia ha vuelto a su principio, y una desvalida Santuzza nace de las magníficas cualidades dramáticas de Elena Pankratova. La soprano presta a su personaje una voz de agudo doliente y de un vibratoperfilado que suena a llanto descontrolado. Resulta demoledor verla quebrarse cuando en la cumbre de su dolor profiere el maleficio sobre Turiddu. El color de la soprano encuentra un contraste perfecto en la ingenua ligereza de Mercedes Gancedo en el papel de Lola. Sin embargo, en el dueto protagonista se hace difícil casar ese dramatismo con el lirismo de Roberto Alagna. El sentimiento desmesurado del tenor francés le procuró una noche un tanto irregular. Salió a escena con un canto efectista, una proyección sobrada que no esperó a nadie, y un color que no acababa de vestir al personaje. Fue el tono jocoso del vino espumante el que por fin dio sentido a su lírica, en una escena vitalista que sembró la empatía que recogería después una muy conmovedora interpretación de la escena de despedida. En Pagliacci asistimos a un Alagna distinto, más verdadero, de una autosuficiencia arrogante que acaba por desmoronarse por el dolor. El tenor, completamente arrojado a la emoción, vistió la giubbapara cantar su aclamada aria brindándonos una interpretación atormentada y descarnada, sin sacrificar la elegancia en el timbre. El público del Liceu respondió en un estallido que no dejó continuar la obra hasta que Alagna abandonó la escena.
© A. Bofill
La voz del barítono Gabriele Vivianies ominosa, rotunda y de colores cálidos que se despliegan en el fiato. Dejando a un lado al airado Alfio, el barítono hizo gala de enormes dotes interpretativas presentándose a su público primero como un prólogo ensoñado de color aterciopelado, para más tarde mutar en un vil y denostable Tonio que nos dejó escenas de violencia biliar. Otro ejemplo de desdoblamiento camaleónico vino de la mano de Aleksandra Kurzak. La soprano acudió a su aria de salida con voz fresca y naíf, de coloratura virtuosista, para después robarse el dúo con el tenor Duncan Rock, que no consiguió interesar bajo una voz plana y opaca. Irónicamente su vestuario anacrónico parecía estar diseñado para resaltar lo foráneo del personaje. Llegado ya el final vimos a Kurzak transmutar su textura entre el timbre ligero de la gavota y el dramatismo del minueto, siempre con una brillantez que se hacía hueco entre la orquesta para quedar perfectamente integrada.
Fuera del escenario, una briosa y certera dirección de Henrik Nánási, que impone un pulso propio sobre la partitura, precipitando a la orquesta o reteniéndola en favor del dramatismo o la emotividad según el caso. El coro de Conxita Garcia se mantiene imbatible. Si bien la partitura de Cavalleriano sacó a relucir su potencial, en la obra hermana el coro desplegó un encanto optimista en su papel de público expectante. La puesta en escena de Damiano Michieletto, con escenografía de Paolo Fantin, se sirve de la cruda imaginería neorrealista para revitalizar el efecto del verismo a ojos del espectador de hoy. Cavalleriase convierte así en un carrusel de postales costumbristas del amor romántico, la infancia o la religión. Con el girar del disco el escenario recorre en plano secuencia una suerte de entremeses que consiguen relativizar el drama principal, enmarcándolo en una cotidianeidad más grande. Dejando a un lado esta sutileza, Pagliacci se convierte en un tour de force de ingenio narrativo. Buena cuenta de ello rinde la inclusión de un epílogo que otorga la redención a Santuzza durante el intermezzo, o el viaje al interior del tormento de Canio entre bastidores.
© A. Bofill
La galardonada producción de Michieletto es tan innovadora en sus formas como religiosamente fiel en su mensaje. En la verdad de sus intérpretes se transmite una crudeza dramática libre de la pátina de artificios escénicos o imágenes de otra época que no resuenan con el espectador. Es esta la última producción del año, y en su estreno el Teatro del Liceo quiso recibir a los asistentes con un pequeño obsequio navideño: el coro de voces blancas de L’Escola de Músics del Raval interpretando canciones navideñas de ayer y hoy. El doble programa de Cavalleria Rusticana y Pagliacci se podrá disfrutar hasta el día 22. Si el espíritu navideño también les embarga, pueden además combinarlo con el Cuento de Navidad de Dickens, con Albert Guinovart. Para acabar les propongo un pequeño juego: intenten combinar mentalmente el “Beato voi” de Cavalleriay el tema principal de Hasta que llegó su hora de Morricone. ¿También lo ven o es cosa mía?