Geografía emocional de las cafeterías
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ DIC. 5, 2024
En el corazón de cada barrio late una cafetería. No importa si está vestido con manteles de cuadros rojos, paredes llenas de pizarras con caligrafía moderna o una barra minimalista de mármol blanco: su función trasciende la de servir café caliente. Las cafeterías son, en realidad, mapas emocionales donde las coordenadas se trazan con risas, miradas furtivas y páginas subrayadas en silencio.
En el Café Leila, un rincón de Berkeley, California, la artista plástica Ana Solari encontró su musa en una mesa junto a la ventana. Cada mañana, Ana pedía un cappuccino doble y desplegaba su libreta de bocetos. “Aquí nadie me interrumpe, pero tampoco estoy sola”, explica. Y tiene razón: las cafeterías ofrecen esa soledad elegida, el delicado equilibrio entre estar rodeado de extraños y estar completamente contigo mismo.
Este fenómeno no es nuevo. Desde los cafés parisinos del siglo XVIII, donde Voltaire y Rousseau intercambiaban ideas que cambiarían el mundo, hasta el Café Central en Viena, un segundo hogar para Freud, las cafeterías siempre han sido algo más que lugares para consumir. Son laboratorios de ideas, teatros de encuentros fortuitos y escenarios donde, entre un sorbo y otro, la vida cotidiana se transforma en algo casi poético.
El café como un espacio de conexión no es un concepto accidental. Un estudio del psicólogo británico Robin Dunbar descubrió que los cafés favorecen la interacción social más que cualquier otro entorno público. Dunbar argumenta que las mesas pequeñas, la música de fondo y el constante flujo de personas generan un ambiente propicio para la conversación. De hecho, en lugares como Estambul, el “kahvehane” no solo es un lugar para beber café, sino un centro cultural donde se comparten historias y se juegan partidas interminables de backgammon. Allí, las palabras se mezclan con el aroma del café turco, creando un lenguaje propio que conecta a los extraños.
(Imagen de The Elephant House en Edimburgo)
Pero las cafeterías no solo son territorios de conexión; también son refugios de creación. La escritora J.K. Rowling escribió gran parte de Harry Potter en The Elephant House, una cafetería en Edimburgo, mientras enfrentaba dificultades económicas. De manera similar, el novelista japonés Haruki Murakami ha descrito cómo observa el mundo a través de las ventanas de las cafeterías, buscando detalles que luego habitarán sus historias.
Sin embargo, quizás el papel más intrigante de una cafetería es el de ser un espacio para la soledad elegida. En una época donde la hiperconexión digital parece la norma, encontrar un lugar donde simplemente estar, sin presiones, es un acto de resistencia. En el Café de Flore, en París, me encontré con una amiga. Algo lunática y amante de los caracoles en su tinta –la tinta era de ella–, era una compositora barcelonesa que había decidido mudarse temporalmente a Francia. “Aquí me siento libre”, confesó. “Puedo mirar por la ventana durante horas, y nadie me molesta. Es una especie de libertad que no encuentro en casa”.
(Imagen de el Café de Flore en París)
Y si le dedicamos un momento a la ficción, no se puede hablar de la geografía emocional de las cafeterías sin mencionar el icónico Café Nervosa de Frasier. Este ‘mítico’ café de Seattle era más que un set, era un personaje en sí mismo. Entre sus cómodos sillones y sus tazas de café humeante, los Crane y compañía debatían desde ópera hasta desastres románticos. El Nervosa encapsulaba lo que hace especial a cualquier café, ser un refugio intelectual donde lo trivial y lo profundo convergen, siempre con humor. Reconozco que mi ‘Nervosa’ –o mejor dicho mis santuarios– son el Boldú y el Camarasa, ambos en la Pl. de Francesc Macià, Barcelona.
(Boldú y Camarasa, ambos en la Pl. de Francesc Macià de Barcelona)