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La Música Como Arma De Cambio

La música como arma de cambio

ISRAEL DAVID MARTÍNEZ     FEB. 24, 2025

En una noche fresca de verano de 1965, Bob Dylan subió al escenario del Newport Folk Festival con una decisión que, de inmediato, sembró la discordia en el ambiente. Con la tenue luz iluminando su figura y su guitarra en mano, Dylan conectó su amplificador y, en un instante que pareció suspendido en el tiempo, lanzó al aire un rugido eléctrico que transformó la esencia misma del folk. La reacción fue inmediata y visceral, una parte del público, acostumbrada a las suaves melodías acústicas y la autenticidad de la canción de protesta, estalló en abucheos, mientras otros, aún incrédulos, permanecían en silencio. Esa noche, en medio de una mezcla de confusión y exaltación, se gestó lo que muchos llamarían la primera gran fractura entre tradición y modernidad musical.

Aquel gesto de Dylan no era simplemente un cambio de instrumento, sino una declaración de intenciones, un acto de desafío contra las expectativas rígidas de una comunidad musical que había venerado por décadas la pureza del sonido folclórico. Como si en ese preciso instante se encarnara el espíritu de toda una generación sedienta de innovación, la electrificación del folk se erigió en un símbolo de la capacidad de la música para reinventarse a sí misma y, por extensión, a la sociedad.

Esta historia de ruptura y renovación se ha repetido a lo largo de los años en diversas latitudes. En Puerto Rico, por ejemplo, Los Pleneros de la Cresta han tomado un género ancestral, la plena, y lo han reconfigurado en un poderoso himno de resistencia y reivindicación. Su colaboración con artistas contemporáneos ha impulsado un movimiento que trasciende lo meramente musical, haciendo de la plena un vehículo para denunciar la corrupción y reclamar la justicia social.

Más al sur, en el corazón del Pacífico colombiano, la labor de Nidia Góngora se asemeja a esa misma chispa transformadora. Con voz de maestra y alma de activista, Góngora ha dedicado su vida a preservar y transmitir la riqueza del folclore de su tierra. Fundadora de la agrupación Canalón de Timbiquí y de la Fundación Escuela Canalón, utiliza la música no solo para mantener vivas las tradiciones, sino también para empoderar a las nuevas generaciones y abrir caminos hacia un futuro más justo. Su trabajo ha convertido el arte en un escudo contra la desigualdad y la marginalidad, llevando a cientos de niños y jóvenes a descubrir su herencia cultural ya soñar con un mundo mejor.

Lo que una estas narrativas –la audaz ruptura de Dylan, la reinvención de la plena y la dedicación incansable de Góngora– es la innegable convicción de que la música puede ser, y siempre ha sido, un catalizador de cambios profundos en la sociedad. Durante los convulsos años 60, artistas como Dylan y Joan Baez no solo interpretaban canciones, sino que daban voz a movimientos enteros, transformando cada verso en una declaración política. En ese sentido, la música se convirtió en un medio para la protesta, la solidaridad y, sobre todo, la esperanza.

Recientemente, en foros académicos y culturales –como los organizados por la UOC– se ha vuelto a resaltar el poder transformador de la música en la construcción de identidades y en la cohesión social. Los expertos recuerdan cómo, en momentos de crisis, una canción o un acorde pueden ser el bálsamo que una a comunidades enteras y les permite enfrentar adversidades aparentemente insuperables.

La lección que nos deja aquella noche en Newport es tan relevante hoy como lo fue en 1965. Dylan, al desafiar las convenciones y abrazar lo nuevo, abrió un camino que muchos artistas han seguido a lo largo de las décadas, demostrando que el cambio, aunque doloroso y divisorio en un primer momento, es el motor que impulsa la evolución cultural. En un mundo donde la cancelación y la rigidez ideológica amenazan la diversidad de voces, el eco de aquella guitarra eléctrica sigue recordándonos que la innovación y el riesgo son esenciales para el progreso.

Así, cuando la música se convierte en un acto de rebeldía y en una forma de protesta, se vuelve, a la vez, un puente que conecta generaciones y culturas. Dylan no solo rompió con el pasado, iluminó el futuro, invitándonos a todos a tocar nuestras propias cuerdas, a desafiar lo establecido y a creer, con convicción, que la música puede cambiar el mundo.

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