La Polinesia Francesa, donde el paraíso encuentra su alma
(Imagen Pixabay)
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ ENE. 7, 2025
Era una tarde de 1891 cuando Paul Gauguin, el pintor que buscaba el paraíso y huía de todo lo demás, puso pie en Tahití. Con su paleta de colores gastada y su corazón lleno de expectativas, caminó por la playa con los pies descalzos, sintiendo la textura del mundo que había imaginado en su mente durante semanas de travesía. Al levantar la vista, vio un horizonte de montañas cubiertas de verde, como si la tierra hubiera decidido vestirse de gala para recibirlo. Lo que no imaginaba es que aquella llegada lo cambiaría para siempre, mucho más de lo que él podría cambiar el arte.
La Polinesia Francesa, ese archipiélago desperdigado en el Pacífico Sur como perlas derramadas, ha sido durante siglos la úntica respuesta que necesitamos para la pregunta del paraíso. Con sus 118 islas y atolones, cada uno con un carácter tan único como sus habitantes, es un lienzo de contrastes. En una isla, el rugido de las olas contra los arrecifes coralinos; en otra, el susurro de palmeras inclinadas hacia la brisa. Y, sobre todas las cosas, un cielo que, según cuentan los locales, nunca repite la misma tonalidad al atardecer.
(Imagen Pixabay)
Cuando Gauguin llegó, lo primero que le llamó la atención fueron los tatuajes. No eran como los que había visto en las calles de París, ornamentales y cosméticos. Aquí, los tatuajes eran narraciones. Cada línea y curva en la piel de los isleños era una palabra en un idioma ancestral que hablaba de sus linajes, sus logros, y su conexión con las fuerzas de la naturaleza. Más tarde escribiría sobre cómo esas marcas le ayudaron a comprender que la identidad no está en lo que posees, sino en lo que portas sobre ti, indeleble y orgulloso.
Entre las tradiciones que lo maravillaron estaban las danzas tahitianas, una coreografía tan visceral que parecía imitar el vaivén de las olas que rodeaban la isla. Las bailarinas movían las caderas al ritmo de tambores hechos con troncos de cocoteros, mientras sus manos narraban historias de amor, tragedia y resistencia. “Es como si la tierra misma tuviera una voz y la usara a través de ellos”, escribió en una de sus cartas a un amigo en Europa.
(Imagen Pixabay)
La cocina polinesia también conquistó al pintor. Descubrió el poisson cru, pescado fresco bañado en jugo de lima y leche de coco, que se convertía en un banquete de sabores simples pero incomparables. Y luego estaban las frutas: piñas más dulces de lo que uno cree posible, mangos que goteaban jugo sobre sus manos y la vainilla de Tahití, que impregnaba todo con un perfume sutil y embriagador.
A medida que pasaban los meses, Gauguin se sumergió en la espiritualidad de las islas. Asistía a ceremonias del ‘ava, donde una bebida hecha de kava era compartida en un ritual de unión y reconciliación. Observó cómo estas prácticas, tan diferentes a las misas solemnes de su infancia, conectaban a las personas no solo entre sí, sino también con el mundo natural que las rodeaba.
(Imagen ©Pixabay)
Hoy, más de un siglo después, la Polinesia Francesa sigue cautivando a quienes buscan algo más que un destino. La modernidad ha llegado, claro, pero también lo ha hecho una renovada pasión por preservar lo auténtico. Las nuevas generaciones han retomado las danzas, la música y los tatuajes, no como un simple eco del pasado, sino como una declaración de su identidad en un mundo cada vez más homogéneo.
Al final de su vida, Gauguin escribió que había encontrado en la Polinesia algo que siempre le había faltado en Europa: una sencillez cargada de significado. Y quizá, en esa idea, está la verdadera esencia del paraíso. No se trata solo de paisajes idílicos o puestas de sol irreales. Es un lugar donde la naturaleza y la cultura bailan al mismo ritmo, un recordatorio de que, a veces, la búsqueda del paraíso es, en realidad, un regreso a casa.