La última carta
(Imagen DALL·E)
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ DIC. 9, 2024
Una tarde de octubre, en el metro de Madrid, Marina Blaya sintió algo que su generación rara vez experimenta. La incómoda y embriagadora conexión del amor a primera vista. El tren avanzaba hacia la estación de Bilbao, los pasajeros cabeceaban en sus teléfonos, y allí estaba él, un desconocido, de ojos oscuros y sonrisa cómplice. Se miraron. El contacto visual, en una era de pantallas, es un lujo inquietante, y ellos lo sostuvieron como quien protege una llama en medio del viento. Pero cuando el tren frenó, Marina titubeó. Al cerrarse las puertas, él se había ido, dejando tras de sí una de esas historias inconclusas que Internet nunca resolverá.
O tal vez sí. Esa noche, Marina hizo algo que podría calificarse de anacrónico, escribió una carta a la directora de El País. En un mundo donde las declaraciones de amor se limitan a emojis y “likes”, ella desplegó su corazón en un papel. “Vi a un chico en el metro”, comenzaba la carta, “y me gustaría volver a verlo”. Era simple, directa y, paradójicamente, revolucionaria. Publicaron su misiva en la sección de Opinión, y el gesto se volvió viral, pero no en el sentido común de la palabra. No fue un video de 15 segundos con un filtro bonito, fue un testimonio de cómo, incluso en un mundo digital, el lenguaje manuscrito conserva su magia.
Escribir cartas a mano, esa actividad relegada a una clase de historia o a abuelas nostálgicas, no siempre fue un acto de resistencia. En los siglos pasados, una carta podía determinar el destino de un reino o el curso de una relación. Napoleón escribió apasionadas misivas a Josefina; Emily Dickinson derramó su alma en cartas que hoy son objeto de culto literario. Pero luego llegó la tecnología, primero el telégrafo, luego el correo electrónico y, finalmente, los mensajes instantáneos. Las palabras perdieron peso. Las cartas, paciencia. Hoy, lamentablemente, la correspondencia escrita es un arte en vías de extinción.
Sin embargo, como demuestra el caso de Marina, todavía hay algo en la textura del papel, en la imperfección del trazo, que las pantallas no pueden replicar. La neurociencia respalda esta intuición: escribir a mano activa áreas del cerebro relacionadas con la memoria y el pensamiento profundo. El proceso obliga al autor a desacelerar, a pensar en cada palabra antes de escribirla. En un mundo gobernado por la inmediatez, este acto de lentitud puede ser subversivo.
El viaje de Marina desde el anonimato hasta las páginas de un periódico nacional desató una oleada de nostalgia colectiva. Miles de personas compartieron su historia, algunos ofreciendo teorías sobre el paradero del desconocido, otros reflexionando sobre la pérdida de romanticismo en los tiempos modernos. “No hay nada más romántico que escribir una carta”, comentó un lector. La respuesta fue tan abrumadora que Marina confesó sentirse abrumada, aunque esperanzada. Su carta, en el fondo, no era solo una búsqueda de aquel joven; era un llamado a todos nosotros para que nos reconectáramos con lo tangible, lo auténtico.
Tal vez, el verdadero milagro de la carta no es que pueda unir a dos desconocidos en un metro abarrotado, sino que nos recuerde que, a pesar de la velocidad y la superficialidad que gobiernan nuestras vidas, todavía podemos elegir detenernos. Escribir, con tiempo y cuidado. Enviar, con intención. Y esperar, con esperanza.
Hasta la fecha, Marina no ha encontrado al chico del metro. Pero en su búsqueda, nos ha reencontrado a todos con el poder de la palabra escrita. Una carta no puede detener el curso de un tren, pero puede cambiar el destino de quienes se atrevan a escribirla.