La última fila
(Imagen DALL·E)
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ DIC. 12, 2024
En la tienda Apple de la Puerta del Sol, entre iPhones relucientes y turistas curiosos, Damián Catalin, un hombre sin hogar, ha encontrado su propio cine. Cada tarde, se instala frente a un MacBook Pro de exposición, selecciona una película y, durante dos horas, se pierde en mundos que parecen lejanos a su realidad. “Es mi sala privada”, dice con una sonrisa tímida, mientras los empleados lo dejan en paz. Damián no compra palomitas ni se preocupa por apagar el móvil. Pero en esas tardes, frente a la pantalla, recupera algo que muchos hemos olvidado: el ritual de ver una película como si el tiempo se detuviera.
Esta escena, tan entrañable como inusual, encapsula un cambio profundo. Hace unas décadas, el cine era un evento, los estrenos llenaban salas, las butacas crujían bajo los abrigos de invierno, y el silencio colectivo era interrumpido solo por risas o suspiros compartidos. Hoy, esa experiencia parece desvanecerse. Según la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), la asistencia al cine en España ha caído un 40% desde 2019, una cifra alarmante que no puede explicarse únicamente por la pandemia.
El streaming, con su promesa de comodidad infinita, ha reconfigurado nuestros hábitos. ¿Por qué pagar una entrada y soportar los anuncios cuando puedes ver cualquier película desde tu sofá, pausándola para ir al baño o revisar tu móvil? A primera vista, parece lógico. Pero lo que hemos ganado en facilidad lo hemos perdido en ritualidad. La experiencia colectiva, esa magia de estar en una sala oscura con extraños, viviendo juntos una historia, se ha vuelto una rareza.
Incluso Hollywood, consciente del cambio, ha cedido al peso del algoritmo. En 2024, las diez películas más taquilleras fueron secuelas o remakes, una estrategia que prioriza lo seguro frente a lo original. Pero, paradójicamente, fue el llamado “Barbenheimer” —el estreno simultáneo de Barbie y Oppenheimer— el que demostró que la gente aún desea llenar las salas. Ese fin de semana, los cines vibraron con la energía de los estrenos de antaño, recordándonos que el cine puede ser un evento cultural, no solo una distracción pasajera.
Aun así, para personas como Damián, la desaparición del cine tradicional significa algo más profundo. Las salas, con su oscuridad acogedora y sus pantallas gigantes, alguna vez fueron refugios para quienes no tenían otro lugar a dónde ir. Ahora, los precios altos y la transformación del ocio en un lujo han cerrado esa puerta para muchos. Damián ha encontrado una solución improvisada, pero su historia es un recordatorio de lo que se pierde cuando el cine deja de ser accesible.
Al salir de la tienda, Damián se detiene un momento frente al escaparate, observando las luces reflejadas en el cristal. “Hoy vi una de Chaplin”, dice, como si hablara de un amigo lejano. Para él, las películas son más que entretenimiento: son una forma de permanecer conectado con el mundo, de soñar en medio de la incertidumbre.
Tal vez no hemos dejado de ir al cine solo por comodidad. Tal vez hemos olvidado lo que significa detenernos, sentarnos en la última fila y perdernos en una historia. Y, como Damián sabe, a veces perderse es la única forma de encontrarse.