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Lohengrin En El Liceu O El Desconcierto Según Katharina Wagner

Lohengrin en el Liceu o el desconcierto según Katharina Wagner

ISRAEL DAVID MARTÍNEZ     MAR. 19, 2025

Por mucho que el apellido pese, Katharina Wagner no es sinónimo de rigor ni de genialidad. Su reciente puesta en escena de Lohengrin en el Gran Teatre del Liceu es prueba fehaciente de ello. Un ejercicio de capricho que retuerce la obra de su bisabuelo hasta el absurdo, contraviniendo su espíritu y generando un desconcierto generalizado entre el público y los propios cantantes. Wagner, una vez más, ha optado por subvertir la narrativa sin atender a las exigencias de la música y el libreto, lo que desemboca en una producción fallida que, lejos de iluminar nuevos matices de la partitura, la desfigura y la enfrenta a su propia esencia.

La premisa de este Lohengrin es, en sí misma, un sinsentido. Desde el preludio, Katharina Wagner nos impone su visión trastocada de la historia. Lohengrin, lejos de ser el caballero místico e inmaculado enviado por el Santo Grial, se convierte en un asesino que mata a Gottfried y en un personaje siniestro y manipulador. Con este punto de partida, la dramaturgia de Marc Löhrer pretende subvertir los valores del relato, presentando a los villanos Ortrud y Telramund como luchadores por la verdad y a Elsa como una mujer perdida entre la confusión y el horror. Sin embargo, la música de Richard Wagner no se presta a semejante distorsión. Las áreas, los leitmotivs, las cadencias, todo en la partitura confirma una intención dramática que esta puesta en escena ignora por completo. El resultado es un enfrentamiento constante entre lo que el espectador escucha y lo que ve, una contradicción que provoca un efecto de extrañamiento y despropósito.

El tercer acto es, sin duda, el epítome del absurdo. La aparición de dobles personajes y elementos mágicos innecesarios terminan de enredar la trama hasta el delirio. Para entonces, el público ya ha desistido de intentar encontrar coherencia en la propuesta, que se derrumba por su propia falta de fundamento. No se puede alterar la estructura moral de una obra sin adaptar la música a la nueva concepción. En este caso, la desconexión entre la lectura escénica y la banda sonora es tal que los cantantes parecen desplazados, como si interpretaran una obra completamente distinta de la que se representa visualmente. Es un ridículo que hace sonrojar no solo a los artistas, sino también al público, que contempla la escena con incredulidad.

El abucheo que recibió Katharina Wagner al final de la función fue más que justificado. No se trata de una reacción conservadora ante una puesta en escena moderna, sino del rechazo frontal a una propuesta incoherente y mal ejecutada. Wagner ha demostrado que puede generar polémica, pero no sustancia. La escenografía de Marc Löhrer, con su bosque opresivo y sus estructuras elevadas, funciona dentro de unos límites convencionales, pero no aporta lo suficiente como para rescatar la dramaturgia. El vestuario de Thomas Kaiser es discreto –para algunos horrible–, y la iluminación de Peter Younes tiene algunos momentos poéticos, pero nada de esto puede salvar un montaje que ya nace muerto.

Afortunadamente, el apartado musical consiguió elevar el nivel de la función. Bajo la dirección de Josep Pons, la orquesta del Liceu brilló con una interpretación precisa y refinada, llena de lirismo y sin excesos. Klaus Florian Vogt, en el rol titular, sigue defendiendo a su Lohengrin con su timbre cristalino y un fraseo impecable, aunque su voz carezca del peso heroico que algunos esperan. Elisabeth Teige estuvo especialmente inspirada en el segundo acto, con una entrega emocional que compensó algunos problemas técnicos. Destacó también Miina-Lissa Värelä, quien dio vida a una Ortrud intensa y poderosa, la mejor del reparto con diferencia. Ólafur Sigurdarson fue un Telramund convincente, aunque su interpretación quedó eclipsada por el desconcierto general de la propuesta escénica.

En definitiva, este Lohengrin del Liceu quedará en la memoria no por su innovación, sino por su falta de coherencia. Es difícil imaginar que esta producción tenga un largo recorrido o que sea acogida en teatros de prestigio que valoren la integridad dramática de las obras que presentan. Si algo ha quedado claro es que el apellido Wagner no es sinónimo de calidad garantizada, y que subvertir una obra maestra sin entenderla no es un acto de valentía, sino de frivolidad gratuita.

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