Mujeres Científicas y el Efecto Matilda
(Imagen DALL·E)
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ DIC. 6, 2024
Una tarde de 1953, en un laboratorio del King’s College de Londres, Rosalind Franklin ajustaba minuciosamente un cristal de ADN bajo el haz de rayos X. El silencio del cuarto, roto solo por el zumbido del equipo, contrastaba con el ruido de las revoluciones científicas que se gestaban en esas placas fotográficas. Uno de esos negativos, conocido como la “Fotografía 51,” contenía un secreto que cambiaría para siempre nuestra comprensión de la vida: la estructura del ADN. Franklin probablemente sabía que había capturado algo importante, pero no podía imaginar que su contribución sería utilizada sin su consentimiento, y que su nombre quedaría relegado a pie de página en la historia de la biología molecular.
(Imagen de Rosalind Franklin)
Este patrón de invisibilización no es una anomalía, sino una tendencia sistemática que la historiadora Margaret Rossiter bautizó como el Efecto Matilda, en honor a Matilda Joslyn Gage, una sufragista que denunció cómo las mujeres de ciencia eran constantemente borradas de los anales. Las historias de Franklin y muchas otras muestran cómo las mujeres, a pesar de su talento y logros, fueron eclipsadas en la narrativa científica.
Lise Meitner, por ejemplo, es una de las mentes más brillantes que haya trabajado en física nuclear. Durante los años más oscuros del siglo XX, Meitner colaboró con Otto Hahn en el descubrimiento de la fisión nuclear, una hazaña que abriría tanto las puertas al uso pacífico de la energía como a las devastaciones de la bomba atómica. Sin embargo, cuando el Premio Nobel de Química de 1944 reconoció este logro, Hahn fue el único galardonado. Meitner, refugiada en Suecia tras escapar de la Alemania nazi, observó desde lejos cómo su contribución era ignorada.
El caso de Nettie Stevens es igualmente revelador. En 1905, Stevens, trabajando en un pequeño laboratorio en Bryn Mawr, identificó los cromosomas sexuales X e Y y estableció su relación con la determinación del sexo. Pero en un giro típico de la historia de la ciencia, su descubrimiento fue absorbido en el legado de Edmund Beecher Wilson, un colega masculino con más renombre y acceso a círculos académicos.
La matemática serbia Mileva Marić, primera esposa de Albert Einstein, también ha sido motivo de controversia. Correspondencias entre la pareja y testimonios contemporáneos sugieren que Marić pudo haber desempeñado un papel significativo en el desarrollo de la teoría de la relatividad. Sin embargo, su contribución sigue siendo un tema de especulación, oscurecida por las dinámicas de género de su tiempo y por la sombra del propio Einstein.
(Mileva Marić juto a Albert Einstein)
En astronomía, Henrietta Swan Leavitt descifró la relación entre el período y la luminosidad de las estrellas variables cefeidas, un avance que permitió calcular distancias cósmicas y cimentó la teoría de la expansión del universo. Pero mientras Edwin Hubble cosechaba la gloria de sus observaciones basadas en el trabajo de Leavitt, ella permaneció prácticamente desconocida.
Lo que une estas historias no es solo la injusticia de su tiempo, sino la persistencia del legado científico de estas mujeres, a menudo reconocido mucho después de sus muertes. La ciencia, en su ideal, debería ser un campo de mérito puro, pero las historias de Franklin, Meitner, Stevens, Marić y Leavitt nos recuerdan que incluso la objetividad puede estar teñida de sesgo.
Regresando al laboratorio de Franklin, cabe imaginar qué habría pensado si hubiera sabido que Watson y Crick presentarían su descubrimiento sin mencionar su aporte. Quizás, mientras observaba la “Fotografía 51” proyectada en la penumbra, intuía que no sería ella quien recogiera los laureles. Pero el tiempo, aunque lento, ha comenzado a corregir esas omisiones. Y mientras más mujeres descubren estas historias, se reescriben no solo los libros de historia, sino también los horizontes de la ciencia misma.