Permítanme, queridos lectores, hablar otra vez sobre lo que significa la verdadera elegancia –¡qué pesado!–, porque es evidente que en estos tiempos convulsos, donde las camisetas y las camisas de manga corta campan a sus anchas, alguien necesita alzar la voz en defensa de los valores de nuestros ancestros. Se debe reconocer que este tipo de artículos siempre son mal vistos. Para algunos, es un reflejo diáfano de la esencia de una antigua sociedad caduca, rancia, obsoleta y peligrosa. No obstante, uno ya ha vivido lo necesario como para expresar lo que considera oportuno. Así que vamos a por ello.
Comencemos con ese flagelo de la moda ‘moderna’: la camiseta. ¿Quién decidió que era aceptable salir a la calle con lo que esencialmente es ropa interior? Una camiseta, no importa si es de la más fina seda o del algodón más puro, sigue siendo una prenda que debería quedar relegada a la intimidad del hogar. Salir a la calle con una camiseta es equivalente a salir en pijama o en bata de baño. Es un grito de auxilio, una señal clara de que hemos perdido completamente la brújula. Y no me hagan hablar de esas camisetas con mensajes o dibujos ‘graciosos’, que no solo son un atentado visual, sino también una violación al buen gusto y a la dignidad humana. Creo recordar que la última vez que salía la calle con una camiseta –¡qué vergüenza!– debería tener dos o tres años. A partir de ese momento le prohibí, a mi madre, tal sacrilegio en mi ser. Ella, con gran paciencia, me hizo caso y siempre me paseaba como si fuera un príncipe. Las madres de los otros niños me admiraban y los otros renacuajos me odiaban por mis exuberantes ropajes.
Pero si las camisetas son una aberración, lo que se ha hecho con las camisas de manga corta es directamente un crimen de estado. Tomar una prenda clásica, símbolo de elegancia y sofisticación, y mutilarla cortándole las mangas es un acto de barbarie que debería estar penado por ley. Es como si alguien decidiera que ‘La Gioconda’ se vería mejor sin la mitad del rostro. Y para rematar la atrocidad, ¡a veces les colocan un bolsillo pequeñito en el pecho! Como si esa pobre camisa, que ya ha sido despojada de su integridad, necesitara además cargar con un accesorio esperpéntico, grotesco. Es el colmo de la máxima maldad calculada. Si en ese bolsillo se coloca un bolígrafo me apunto al primer viaje a Marte.
Y luego está la infame “ropa de estar por casa”. Según dicen, ésta es la ropa “más cómoda”, la que se puede manchar sin pudor. ¡Por favor! ¿En qué momento nos convertimos en niños de parvulario? Si alguien me invita a su casa y me recibe en un chándal viejo o, peor aún, en un conjunto de “ropa cómoda”, el mensaje es claro: “No eres digno de mi mejor versión”. ¿Es esa la imagen que queremos proyectar a nuestros seres queridos? Para algunas cosas alzamos el grito pero para la belleza y buena educación nos escabullimos.
La verdadera elegancia no es algo que se pone y se quita según la ocasión. Es un estado del ser, una manifestación de respeto hacia uno mismo y hacia los demás. Uno debe vestirse de la mejor manera posible siempre, incluso para estar en casa. No solo por aquellos que nos rodean, sino porque es un reflejo de nuestra propia dignidad. La ropa cómoda es una excusa para la dejadez, para la apatía o indolencia. Es un resbalón en la pendiente hacia la melancolía solitaria.
Así que, amigos, reflexionen sobre el mensaje que envían con cada prenda que eligen. La elegancia no es negociable, y no se trata de cómo nos ven los demás, sino de cómo nos vemos a nosotros mismos. Y recuerden, el mundo ya está lo suficientemente lleno de maldad como para contribuir a ella con una camiseta o una camisa de manga corta.