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Que Coman Pasteles

Que coman pasteles

© A. Bofill

JAIME BERMÚDEZ ESCAMILLA    FEB. 23, 2020

La escurridiza Clemenza di Tito de Mozart, largo tiempo olvidada, pretendía servir a modo de alegato monárquico en la coronación de Leopoldo II, consciente este de que al absolutismo le apretaban los zapatos, y de que su hermana María Antonieta andaba a dos paradas del cadalso. En un vano intento típico de quien ve su supervivencia atada a un tiempo que toca a su fin, el encargo pedía una obra basada en un texto manido, en un estilo de opera ya desatendido, con la obligada presencia de un castrato como primo uomo. La primera recepción, como se puede adivinar, no fue vibrante.

La producción de Sir David McVicar que el Gran Teatre del Liceu rescata ahora busca hacer fuerza de flaqueza, reclamando el poder dramático de aquellos recitativos secos ya entonces fuera de moda, y apretando las tuercas de la tragedia para sacar a relucir el lado proto-romántico de la obra. El énfasis está puesto en la narrativa y el dinamismo de la acción, y todo está al servicio de ese dramatismo. Empezando por la elección cromática de los intérpretes, en cada uno de ellos se establece un reflejo arquetípico de las virtudes (o defectos) de su personaje. En lo general la virtud de este reparto radicó en su expresividad narrativa, si bien no estuvo a la altura del efectista virtuosismo, alimento esencial de la opera seria.

La principal baza de la noche estuvo en la fuerza trágica de la pareja protagonista, la Vitellia de Myrtò Papatanasiu y el Sesto de Stéphanie d’Oustrac. Dejando a un lado el desaprovechado final de su primera aria, la soprano griega demostró un buen dominio de la voz, más estable en el agudo. Las mutaciones cromáticas a lo largo del registro modularon eficazmente al irredimible personaje entre la artimaña galante y el sufrimiento. Por su parte d’Oustrac fue pura emoción. Las grandes cualidades dramáticas de la mezzo francesa son buena muestra de su pasión por el arte escénico. Su voz sirvió como catalizador del padecimiento del personaje, que cantó con verdadera aflicción en Parto, ma tu ben mio (si bien la coloratura fue poco ágil). En el rondó Deh per questo instante solosu voz se quebraba con fragilidad implorante. El público respondió a la plegaria con el mayor elogio que otorgó la noche. El mayor elogio, eso sí, por comparación, ya que el público del Liceu parecía aplaudir más por buena costumbre que por impulso entusiasta. Cerró el triángulo protagonista un Tito de Paolo Fanale cándido, con voz no tanto virtuosa como sí límpida y noble, pero que resultaba algo plana junto al resto del elenco. El tenor aquejó por momentos problemas de proyección en los que contó con el favor de la orquesta, aunque ello fuese en detrimento del momento escénico. Estuvo bien resuelto el desafío de su aria da capo, aunque la coloratura le salió atropellada y lo dejó sin aliento.

Al otro lado del reparto brilló la maravillosa técnica de Anne–Catherine Gillet como una Servilia frágil que junto al candor y la pureza de la voz de Lidia Vinyes-Curtis en el papel de Annio nos regalaron un raro momento de delicada belleza en su dúo. Lástima que el brillo se perdiese al final, cuando ambas voces se encontraron en cierto desequilibrio. Fue celebrada el aria final de Vinyes-Curtis, quien por el contrario no consiguió hacerse notar en los números grupales.

© A. Bofill

La estudiada dirección de Philippe Auguin fue efectiva y de dinámica elocuente, aunque de andar un tanto pautado y encorsetado. Gracias a que estamos ante un Mozart tardío que en la otra mano sostenía la partitura inconclusa del Réquiem, pudimos disfrutar de una gran actuación del coro del Liceu, que nos dejó momentos muy disfrutables. Destacaron los cierres de ambos actos, donde orquesta, elenco y coro se entretejían con más densidad que en todo el resto de la obra. La funcional y sobria escenografía translitera la metáfora con un cambio de contexto que sitúa la obra en un momento cercano al de su concepción. Probablemente el mayor acierto escénico estuvo en el vestuario de Jenny Tiramani, destacando los uniformes pretorianos y el manto de Napoleón por Jacques-Louis David. El omnipresente busto del emperador, que solo muestra su ominosa sangre ya bien resuelto el misterio, no superó el rango de atrezzo y quedó lejos de ser vertebrador de la acción. La tara de esta puesta en escena la encontramos en la malograda danza de espadas pretorianas que, presa del horror vacui, marcha presta a suplir la falta de intérpretes con clamores bárbaros y repiqueteo de sables.

La producción de Mcvivar, estranada en el Aix-en-Provencede 2011, es respetuosa con el tono de la ópera seria al tiempo que apela a un público con gusto por las tramas de traiciones palaciegas tan prolíficas en el video on demand. Si bien no será un espectáculo de artificios vocales, no deja de ser una buena oportunidad para cazar una obra que pasa con asiduidad ligeramente superior a la del cometa Halley. La Clemenza di Tito en el Liceu contará con 6 representaciones en febrero y una breve reposición en abril con la incorporación de Carmela Remigio como Vitellia y Sara Blanch en el papel de Servilia.

liceubarcelona.cat

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