Salvaje Dmitri
JOSÉ MARÍA GÁLVEZ ABR. 1, 2023 (Photos: ©Javier del Real)
Corría el año 1930 y se estrenaba en San Petersburgo una fantasía, denominada ópera, que pasados más de 90 años sigue sin dejar siendo un infante irreverente sin complejos que no deja indiferente a nadie.
“La nariz, Op. 15” ópera escrita entre 1928 por un jovencísimo Dmitri Shostakóvich (1906-1975) contiene la desenfrenada y despreocupada música de los años 20 del siglo pasado a través de los ojos y oídos del genio ruso entrelazándose con lo más puro de la tradición de su país, donde no faltan himnos y cantos monacales. La obra, basada en la homónima del escritor natural de Ucrania Nikolái Vasílievich Gógol (1809-1852) que en 1836 termina de escribir su cuento “La nariz”, fue un revulsivo en tiempos del Zar Nicolás I (1796-1855) al igual que lo fue en el momento en que Shostakóvich la pone en escena mientras gobierna Iosif Vissariónovich Dzhugashvill, conocido como Josef Stalin, otro “zar” que persiguió con saña el talento del autor, de cualquier autor con voz propia, y que tras dieciséis representaciones consiguió que la ópera no se volviera a representar en la Unión Soviética hasta 1974.
Bajo un texto surrealista, cuando faltaba casi un siglo para el nacimiento del surrealismo, Gógol denuncia la burocracia y las relaciones entre clases, o rangos que despertaban las envidias y recelos, de la Rusia de Nicolás I (rey de Polonia también) personificando en esa nariz que sale de un panecillo con cebolla al donnadie que es capaz, a través de los mecanismos que hagan falta, de llegar a Consejero de Estado, pero que con las mismas se ve obligado a hacerse con documentación falsa para huir del país. Hay que ver, ciento ochenta y siete años después que actual parece el argumento casi periodístico y global.
(©Javier del Real)
Barrie Kosky
El desenfreno sin respiro, o casi, que Dmitri Shostakóvich arroja sobre el oyente tiene su réplica perfecta en la puesta en escena de Barrie Kosky que concibe, con una originalidad e ingenio y sobre un escenario que no necesita de grandes cambios, la representación escénica sin fisuras, explosiva y mordaz, incisiva como la música que la origina. Imagenería desbordante e imprevisible en esta producción del Teatro Real que se hace en colaboración con la Royal Opera House, la Kornische Oper Berlin y la Ópera Australiana y con la que se estrena, noventa y ocho años después de su escritura, la ópera en el Coliseo madrileño.
Barrie Kosky es capaz de elaborar un trabajo, con la diversidad de elementos que musical y dramáticamente conforman la partitura, que siendo absolutamente heterogéneo y dispar consigue una unidad que mantiene el interés a lo largo de las dos horas sin interrupción que dura la ópera, la cual no contiene interludios ni concesiones musicales que faciliten el cambio de escena. Esa unidad pasa por el personaje principal, el protagonista que se despierta una mañana sin nariz, sin esa nariz que le superará en rango dentro del escalafón social y político que tanto le preocupa, el funcionario Platón Kuzmitch Kovaliov, el cual pasa de provocar el rechazo por el desdén con el que trata a los demás a cierta compasión cuando después de todos los intentos es incapaz de recuperar su nariz y verse zarandeado en calzoncillos a través del escenario. La escena se beneficia de un cuerpo de baile con alguna escena introducida que, aunque no añade nada musicalmente a la partitura, da al público un respiro más en la línea de los musicales con claqué que del torbellino multidireccional con el que Dmitiri Dimítrievich Shostakóvich no pretende dar respiro.
(©Javier del Real)
Olímpico Winkler
Tanto la partitura como la escenografía contienen momentos de gran dificultad, desde el gruñido, el sonido escatológico, la contorsión forzada, la risa histérica, la danza y la aglomeración caótica, de las que los protagonistas vocales, solistas y coro, salen sobresalientes de todo ello.
El desdichado narigudo Platón Kuzmitch Kovaliov, en escena casi a lo largo de las dos horas, transita todos los estados de ánimo existentes, desde la altivez a la desesperanza y abdicación, y es el bajo-barítono austriaco Martin Winkler el encargado de mantenerlo en pie, lo que hace de manera excepcional, sin desfallecimiento vocal ni escenográfico. Actor y cantante se funden en un solo cuerpo, el de Winkler-Kovaliov, estando muy superior a sus últimas representaciones en el Real (Siegried, Götterdämerung, ambas de Richard Wagner (1813-1883) y Arabella de Richard Strauss (1864-1949)). Es difícil mantener un nivel tan excelente a lo largo de tanto tiempo y con una partitura nada amable para la voz, sacándola continuamente de su registro más confortable, en cambio Martin Winkler lo hace de manera natural, sin que se le rompa, quiebre o desfallezca con cualquiera de los saltos de registro que, como abruptos cortados, esconde la ópera del joven ruso. Excelente factura también la de Alexander Teliga, bajo ruso que encarna al barbero Iván Yákovlevich, causante u origen de la desdicha, y la de la soprano polaca Ania Jeruc como Praskovia Osipovna, sufrida esposa del anterior. O la soprano, también polaca, Iwona Sobotka en sus papeles de solista en la Catedral y de hija de la señora Pelagueya Grigórevna Podtóchina, la cual encarna con igualdad de acierto la mezzosoprano rusa Margarita Nekrasova. Canto fresco, limpio, ágil y con cuerpo apropiado. Andrei Popov, como inspector de policía y Vasily Efimov, como su ayudante, ambos tenores y rusos, acompañan con dignidad al anterior elenco, con un registro vocal que se adapta y consigue tanto en los papeles reseñados como cuando personifican a los personajes de eunucos. Otro de los protagonistas que es responsable del alto nivel de esta representación es el barítono serbio Milan Perisic, que aúna calidad de una voz versátil con sentido de la comicidad que hace que su papel de ayudante, lacayo, casi siervo que lame los pies de su amo, pero que también sabe ser poético como en la última escena del acto II cantando al amor junto a la balalaica que interpreta James Ellis, se perciba como algo más que un necesario secundario. Secundarios, que en una ópera con innumerables personajes como es “La nariz”, juegan el mismo papel que si protagonistas se tratase. De la misma manera que en las escenas de grupo como en la comisaría de policía del acto II, en la que todos alcanzan cotas de calidad en las que el canto y el discanto, con todos los matices con los que Shostakóvich va abonando la partitura, se alternan.
(©Javier del Real)
Dirección competente
Dirección competente la del británico Mark Wigglesworth que consigue una maquinaria frenética, en la que cada nota está en su sitio, y que la Orquesta Titular del Teatro Real mantiene a pleno rendimiento tanto como conjunto como en cada uno de sus solistas, desde la cuerda a la percusión, alcanzando límites brutales, pasando por los metales que se exhiben triunfalmente, con glissandi y matices que aún tardarían más de 20 años en ser habituales en las orquestas. Todo ello unido a la eficaz lectura del Coro del Teatro Real que añade un escalón más al que nos tiene habituados bajo las directrices de Andrés Máspero.
Salvaje y brutal la sátira que Dmitri Shostakóvich levanta de tal manera que transciende el tiempo y que casi un siglo después todavía provoca desertores de las salas, pero que consigue mayoritariamente imbuir al público en un mundo del que sale confundido, aturdido y regerado.