Sasha Waltz toma el Real
By JOSÉ MARÍA GÁLVEZ ABR. 4, 2019
Cuatro sesiones, solo cuatro sesiones de una de las óperas británicas más singulares: “Dido & Aeneas” de Henry Purcell (1659-1695). Singular por muchos motivos, pero principalmente por su pertenencia al género de la masque y su encuadre en el mundo de la danza. Se puede hablar de ópera coreográfica, si bien la producción traída al Teatro Real, que data de 2005 y se debe a Sasha Waltz & Guests y la Akademie für Alte Musik Berlin en coproducción con la Staatsoper Unter den Linden Berlin, el Grand Théâtre de la Ville de Luxemboug y la Opéra National de Montpellier, es un homenaje a la danza la cual incluso se reserva una larga escena sin música para puro lucimiento de los danzantes.
El inicio de la representación es de una gran fuerza visual. La escena comienza cinco minutos antes de que el director de orquesta salga al foso y mientras el público termina de entrar y se acomoda los bailarines se sitúan en una pasarela en medio del escenario y sobre una gran pecera-piscina, donde, una vez que el público se ha sentado y el director ha dado el inicio musical, se irán sumergiendo en la gran pecera cual sirenas y nos muestran un alarde de imaginación y fortaleza en la danza submarina. A partir de aquí nos encontramos ante una puesta en escena, una coreografía, que responde al concepto de entropía pero que en ningún momento parece estar fuera de lo que requiere la ópera. La coreografía de Sasha Waltz no solo interpreta acompañando a los cantantes, los cuales están doblados coreográficamente, sino que potencia y consigue una lectura efectista y muy válida de los hechos que desarrolla la ópera. Puede afirmarse que en esta segunda ópera barroca de la temporada del Real no es el autor quien se sube al escenario, sino Sasha Waltz tomándolo con los brazos abiertos en todas las direcciones.
LOS INTÉRPRETES
Los cantantes se someten a un esfuerzo titánico resultado de conjugar el canto, la dicción, la actuación escénica y el baile, pues aunque están doblados sus personales con bailarines, ellos no se libran de danzar y de asumir en algunos casos posturas difíciles de conciliar con el canto. El elenco vocal formado por la soprano Aphrodita Patoulidou en el papel de Belinda, la mezzosoprano Luciana Mancini en el de segunda mujer, el bajo-barítono Yannis François en su papel de hechicera, el tenor libanés Ziad Nehme haciendo de primera bruja y un marinero, y el tenor Michaek Smallwooof en su papel de segunda bruja y un espiritu es muy capaz y resuelve sus escenas con gran acierto. Voces bien formadas y con cuerpo suficiente para sus papeles. Los papeles protagonistas se nos muestran desiguales, mientras la mezzosoprano Marie-Claude Chappuis consigue una lectura llena de matices y colores que recorren desde la incertidumbre o la alegría a la desesperación y el suicidio de la desolada reina Dido (o Elisa, que con ese nombre se le invoca también), el barítono Nikolay Borchev no tiene su mejor día, pues aunque tiene una voz que inicialmente empasta bien con el resto, enseguida pierde cuerpo y debilita la lectura dramática. Lectura que orquestalmente y vocalmente estaba a cargo de Christopher Moulds, que ya dirigió con absoluta solvencia el segundo reparto de La Calistoen el Teatro Real y que en este caso maneja con conocimiento y facilidad los contrastes y los volúmenes de la partitura, ayudado sin duda por la excelente Akademie für Alte Musik Berlin, donde guitarra, chitarrones, clavicémbalo y percusión tuvieron papeles solistas a destacar, junto a las cuidadas voces del Vocalconsort Berlin.
VIRGILIO. LA HISTORIA
El libreto de la presente ópera es de Nahum Tate (1652-1715) basado en su obra Brutus of Alba y en el libro IV de la Eneida, de Publio Virgilio (70 a.C.-19 a.C.), donde volvemos a la Troya homérica, de la que sale Aeneas que bajo la orden de Zeus parte hacia Cartago para fundar una nueva Troya, donde él y la viuda reina Dido se enamorarán, rompiendo así el juramente de duelo hecho a la muerte de su marido Acerbas (o Siqueo), lo cual, tras la intervención de las brujas, le llevará a dejarse morir cuando Aeneas le comunica su marcha inminente.
Purcell se maneja a lo largo de toda la ópera dentro de la mesura, incluso los tutti y los forti están bajo un comedimiento y una contención que casi juega al contrapunto con el carácter de ópera coreográfica. No hay nada más contrapuesto que un suicidio y la posterior escena fúnebre al carácter masque que domina, fundamentalmente de forma visual, todo el desarrollo. Un juego de máscaras de una historia de amor imposible. Un amor que ha de gritarse y que no sale de la garganta, para sucumbir ante su propia imposibilidad. Eso lo consigue Henry Purcell sin esfuerzo y con la maestría que a tan corta edad (30 años tenía cuando la estrenó) ya exhibía.
Abucheos al finalizar la representación que de forma inminente fueron sofocados por los vítores, bravos y aplausos de la casi totalidad del público asistente que llenaba la sala. Abucheos que no hacen justicia a una excelente concepción caótica e imprevisible de la danza pero que resuelve la tarea encomendada de forma aparentemente natural, si bien el ballet sin música -excesivamente largo- consiguió que algún espectador saliera de la sala antes de la finalización del mismo o que alguno se dejara mecer en los brazos de Morfeo.