
Sierra y Anduaga iluminan ‘La Sonnambula’
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ ABR. 23, 2025 (Fotos: ©Antoni Bofill)
A veces basta una voz. A veces bastan dos. Anoche, en el Gran Teatre del Liceu, las voces de Nadine Sierra y Xabier Anduaga fueron suficientes para hacer levitar a Bellini por encima de una producción escénicamente insípida. Su interpretación de La Sonnambula no solo fue técnicamente impecable, sino también emocionalmente generosa, dispuesta a rescatar la ópera del letargo en que la sumió la propuesta visual.
Sierra, en el papel de Amina, hizo algo más que cantar con una afinación inmaculada y una coloratura que parecía flotar en el aire sin esfuerzo. Construyó un personaje vulnerable y luminoso, casi transparente en su humanidad. Su “Ah! non credea mirarti” fue una clase magistral de control y ternura. Pocas sopranos hoy —quizá una o dos en el circuito internacional— pueden afrontar este rol con semejante amalgama de técnica y alma. Sierra no solo lo hace, lo redimensiona.
A su lado, el Elvino de Anduaga fue un complemento perfecto. Su voz, tersa y cálida, se proyectó con una naturalidad desarmante. La química entre ambos fue tangible, forjando uno de esos dúos operísticos que se sienten orgánicos, inevitables. Su presencia escénica fue sólida, su fraseo, inteligente, y su canto, fluido como un río bajo luna llena.
Pero el escenario no estuvo a la altura de las voces. Bárbara Lluch, en la dirección de escena, optó por una reinterpretación que, en su búsqueda de modernidad y sobriedad, sacrificó toda la emoción que el bel canto implora. El final, que debería ser catártico, se convirtió en un ejercicio de desconexión: Sierra, subida a un tejado durante excesivo tiempo; Anduaga, retirado de la acción; el coro, tapando la escena final como una cortina viva. En vez de culminación, hubo opacidad.
El vestuario de Clara Peluffo Valentini y la iluminación de Urs Schönebaum acompañaron esta visión con una frialdad que bordeó lo clínico. La falta de contraste visual, el minimalismo hueco, la monotonía de tonos, todo conspiró para restar intensidad a una ópera que, en sus mejores momentos, vibra de emoción. Esta Sonnambula no soñaba, dormitaba.
El Conde Rodolfo de Fernando Radó y la Lisa de Sabrina Gardez cumplieron con profesionalidad, aunque sus interpretaciones quedaron, inevitablemente, eclipsadas por la electricidad vocal de los protagonistas. Fueron correctos, incluso voluntariosos, pero sin el brillo necesario para destacar.
La dirección musical de Lorenzo Passerini mantuvo la partitura viva y con buen pulso, aunque la orquesta —especialmente la cuerda— habría agradecido un refuerzo que dotara de más cuerpo al sonido. El coro, bajo la batuta de Pablo Assante, ofreció una prestación sobria, bien ensamblada, aunque también afectada por la deslucida dirección escénica en el acto final.
Lo que perdura de esta noche, pese a todo, es la sensación de haber escuchado algo extraordinario. Sierra y Anduaga no solo estuvieron magníficos: elevaron la obra más allá de sus limitaciones circunstanciales. Fue una Sonnambula deslucida en lo visual, sí, pero que sonó, por momentos, como un sueño del que uno no querría despertar.