Siria se despierta
(Imagen DALL·E)
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ DIC. 8, 2024
En una madrugada helada de diciembre, cuando el primer llamado a la oración resonaba sobre los tejados de Damasco, un vecino insomne se asomó al balcón y vio algo inusual: un convoy de vehículos negros deslizándose sigilosamente por la Avenida Mezzeh, un símbolo de poder desde los días de Hafez al-Assad. Se decía que, dentro de esos vehículos, estaba el hombre que había gobernado Siria durante más de dos décadas. Bashar al-Assad no iba rumbo a un palacio o una reunión secreta; estaba huyendo.
La noticia se propagó como una ráfaga en los barrios aún adormecidos. Los rumores, al principio susurrados con escepticismo, pronto se confirmaron. Assad había abandonado el país, dejando un vacío de poder tan abrumador como las ruinas de Alepo. La familia Assad, cuyo apellido había sido sinónimo de autoridad y brutalidad, había buscado refugio en Moscú. Siria, tras más de una década de guerra civil, se encontraba, por primera vez en años, sin su líder, y los ecos de esa partida reverberaban no solo en Damasco, sino en todo Oriente Medio.
La caída de Assad no llegó como una sorpresa fulminante, sino como el golpe final de un conflicto que había desgastado a todos los implicados. Durante años, el régimen resistió asedio tras asedio, apuntalado por aliados como Rusia e Irán, y sostenido por una narrativa que lo mostraba como el único baluarte contra el extremismo. Sin embargo, las fuerzas rebeldes, lideradas por una coalición inverosímil que iba desde milicias locales hasta facciones islamistas, tomaron ventaja de un país agotado. Homs, Alepo, incluso las impenetrables murallas de Damasco, cayeron una tras otra como fichas de dominó en un tablero polvoriento.
La plaza Umayyad, escenario de tantas demostraciones de fuerza del régimen, se transformó esa noche en un carnaval de júbilo. Jóvenes que no habían conocido otra cosa que guerra bailaban en círculos improvisados, ondeando banderas que simbolizaban una libertad aún abstracta. En las esquinas, ancianos miraban en silencio, algunos llorando, otros simplemente observando, conscientes de que lo que seguía podía ser tan incierto como lo que habían dejado atrás.
Pero, mientras la euforia inundaba las calles, las sombras del pasado acechaban. En un modesto apartamento en el barrio de Barzeh, Fatima, madre de tres hijos, abrazaba a sus pequeños mientras escuchaba los disparos esporádicos que celebraban el nuevo día. Su esposo, un médico que había desaparecido años antes tras ser arrestado en un puesto de control, no estaría para ver la libertad que tanto habían anhelado. “Es un alivio”, dijo, “pero también un comienzo aterrador. ¿Quién nos protegerá ahora?”
La huida de Assad resonó más allá de las fronteras sirias. En los Altos del Golán, soldados israelíes vigilaban con aprensión; en Ankara, Recep Tayyip Erdoğan aprovechaba la oportunidad para hablar de estabilidad regional mientras reforzaba sus propios intereses; en Teherán, el vacío de poder dejaba a Irán tambaleándose entre la pérdida de un aliado estratégico y el intento de preservar su influencia. Rusia, por su parte, trataba de controlar la narrativa desde Moscú, enfatizando que había sido un “gesto humanitario” ofrecer refugio al líder depuesto.
En las horas que siguieron, los titulares del mundo se centraron en la reconstrucción de Siria, un país en ruinas donde la esperanza coexistía con el temor. Pero, en las calles de Damasco, el relato era más humano, más íntimo. Omar, un joven que había luchado al lado de los rebeldes, habló con la mirada fija en los escombros que una vez fueron su escuela. “Es nuestro turno de construir algo mejor. Pero lo que hemos roto… no sé si podremos repararlo.”
Al caer la noche, las familias se reunían alrededor de fogatas improvisadas. En esas conversaciones, llenas de risas y susurros, emergía una nueva narrativa, no la de la opresión ni la del exilio, sino la de un pueblo que intentaba imaginar su futuro. El convoy que desapareció en la noche había puesto fin a una era, pero las historias que surgían en su estela prometían algo más poderoso, el inicio de una Siria que, aunque rota, aún soñaba.