Saltear al contenido principal
Solsticio De Invierno

Solsticio de invierno

(Imagen DALL·E)

ISRAEL DAVID MARTÍNEZ     DIC. 20, 2024

En la penumbra del amanecer del 21 de diciembre, un grupo de visitantes, envueltos en abrigos y bufandas, se amontona junto al sepulcro prehistórico de Huerta Montero en Almendralejo, España. Hay un aire de expectación en el frío. Cámaras listas, susurros que se disuelven en el aliento helado, y de repente, el milagro: los primeros rayos del sol se filtran por el angosto corredor del monumento y se derraman sobre la cámara funeraria como si el pasado hubiera encontrado su voz en la luz.

Este sepulcro, construido hace más de 4.500 años, no es solo una estructura de piedra; es un calendario esculpido por manos que entendieron los ritmos del universo mejor de lo que podríamos imaginar. Cada año, en el solsticio de invierno, el día más corto del calendario, el sol recorre un ángulo preciso para encontrarse con los muertos. Pero también con nosotros, los vivos, que llegamos a este lugar cargados de preguntas que tienen miles de años.

El solsticio siempre ha sido más que un dato astronómico. Es una grieta en el tiempo, un momento en el que la humanidad, desde sus albores, ha decidido detenerse, observar y, sobre todo, contar historias. Los romanos celebraban las Saturnales, donde los esclavos cenaban como amos y las reglas sociales se suspendían en un carnaval de renovación. En las frías tierras del norte, los vikingos encendían hogueras durante el Yule, celebrando el regreso del sol en interminables banquetes.

Menorca, con su arquitectura talayótica, ofrece otra perspectiva. Las estructuras de So Na Caçana parecen estar diseñadas para capturar la luz solar en épocas específicas del año, un testimonio silencioso de que incluso sin telescopios ni satélites, nuestros ancestros podían leer el cielo como nosotros leemos libros.

Quizá sea esta búsqueda de sentido lo que une a las generaciones. En un mundo donde la inmediatez gobierna, el solsticio nos obliga a mirar más allá de nuestros relojes y calendarios digitales. Nos obliga a recordar que la luz tiene un ritmo, y que ese ritmo también nos pertenece. Las luces navideñas que ahora adornan nuestras ciudades son un eco de aquellas hogueras vikingas y antorchas romanas, una forma de iluminar nuestra propia oscuridad.

Volvamos a Almendralejo. Mientras los rayos iluminan la cámara, hay un silencio colectivo. No es solo asombro ante la destreza de aquellos que levantaron estas piedras; es también algo más profundo. Quizá es la sensación de estar conectados, no solo con los antepasados que construyeron este lugar, sino también con todos los que, a lo largo de la historia, han mirado al sol en este día exacto, buscando respuestas o consuelo.

Y es que el solsticio de invierno es, al final, una narrativa. Una historia que nos dice que incluso en el momento de mayor oscuridad, la luz siempre regresa. Las culturas que celebraban esta fecha no lo hacían solo para honrar al sol, sino para honrar la resiliencia humana, esa capacidad de seguir adelante incluso cuando la noche parece interminable.

Hoy, las celebraciones del solsticio pueden parecer más tecnológicas que espirituales; drones que iluminan el cielo con coreografías luminosas, millones de luces LED que transforman ciudades en espectáculos visuales. Pero el mensaje sigue siendo el mismo. Incluso con la distancia del tiempo y el ruido de la modernidad, seguimos buscando formas de convertir la oscuridad en luz, la incertidumbre en esperanza.

Cuando la luz del sol finalmente desaparece del sepulcro, el grupo comienza a dispersarse, hablando en voz baja, como si el lugar exigiera una reverencia especial. Algunos toman fotos finales; otros simplemente miran, intentando retener el momento. Quizá, sin darse cuenta, también estén reteniendo algo más. Una historia para contar. Porque eso es lo que hacemos, después de todo, en el día más corto del año. Contamos historias para hacer que la noche se sienta un poco menos larga.

Volver arriba