Ténèbres!, Ténèbres!, Ténèbres!
JOSÉ MARÍA GÁLVEZ JUN. 21, 2022 (Foto: ©Javier del Real)
Llega al Teatro Real el oratorio dramático de Arthur Honegger (1892-1955) con letra de Paul Claudel (1868-1955) Jeanne d’Arc au bûcher, nonagésimo novena obra del catálogo del compositor. Musicalmente nos encontramos ante una obra ecléctica, cosa que tampoco debe sorprender en Honegger y sobre todo en el mejor Honegger, el cual sabe beber de todas las fuentes y ofrecer lo mejor de cada una de ellas en una brillantísima partitura, que a la vez transforma el estatismo del oratorio en un dinamismo, ajeno también al de la ópera tradicional, pues no existe en la obra intención de linealidad sino de representar una serie de escenas que, desordenadamente, acuden al recuerdo de Jeanne en el momento en que va a ser presa de las llamas purificadoras de los herejes.
La paleta diversa de Honegger abarca desde las antífonas gregorianas hasta la atonalidad, con pinceladas de jazz o de músicas populares, todo ello donde debe estar, cuando debe estar, lo que hace que la obra se disfrute como un todo unitario de gran variedad, a lo que contribuye que la versión aquí comentada lo haya sido de forma escenificada.
Aromas de La Fura.
Álex Ollé y Alfons Flores, como director de escena el primero y como escenógrafo el segundo, ofrecen un trabajo que divide el mundo en dos partes. El terrenal, mundano, oscuro, grosero y mortal en la parte inferior y el celestial, luminoso, idílico e inmortal en la parte superior. El primero en blanco y negro, el segundo del color de la luz. Uno habitado por los humanos que se descubren no serlo, sino bestias, y otro como hogar de las diosas, vírgenes y arcángeles femeninos que expían al mundo. Todo ello dentro de los presumibles de La Fura pero que estimo fue de gran utilidad a este retablo, si bien lo que más impactó entre el público fueron los falsos desnudos: prótesis fálicas y vaginales que subrayan el carácter obsceno del proceso contra Jeanne: de heroína a hereje y de hereje a disfrutar de los honores de Francia y del Vaticano que acaba canonizándola en 1920.
Las referencias al imaginario del bestiario medieval y a las hordas bárbaras actuales, a la desnudez de cintura para abajo y a la inexistencia de materia más arriba, es una de las señas de identidad de esta coproducción del Teatro Real con la Oper Frankfurt.
A la escenografía hay que sumar las iluminación, de la que el responsable es Joachim Klein, protagonista, no siempre secundario, de lo que ocurre en escena, convirtiendo el Oratorio en un Retablo vivo.
Jeanne y el Padre Dominique.
La obra nace como producto de un encargo que realiza la bailarina y actriz ucraniana Ida Lvovna Rubinstein en 1934, por lo que está en el mismo génesis de la partitura que el papel vertebrador de la obra no será cantado, sino narrado La voz hablada, que tantas veces ha tentado a compositores de lo más diverso, convencidos de que no deja de ser un elemento más del universo sonoro-musical, con un extraordinario poder comunicativo a la vez que integrado en el discurso de lo que tradicionalmente se entiende por lo musical, se nos revela en esta ocasión como de implacable fuerza, gracias a la actriz que la encarna, la parisina Marion Cotillard, que al igual que Jeanne d’Arc se vestía de guerrero, a Cotillard la nombran Caballero; Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por el Ministerio de Cultura Francés, y es toda su caballería, vocal y escénica, la que pone al servicio de los intereses de la partitura, lamentando que no sea el canto que Honegger propone en “Trimazó” la décima escena del oratorio, sino un canturreo cercano pero ajeno a las intenciones de Honegger, que así deja de transmitir el efecto buscado junto a las ondas Martenot. Junto a ella el otro narrador de la noche corresponde al Padre Dominique, voz de la memoria de la joven Jeanne que le trae los hechos al principio pero que desaparece entre la multitud al final, dejándola sola como, en realidad, estuvo en todo el proceso de Ruan. A cargo del actor belga Sébastian Dutrieux, el Padre Dominique de buen declamar no siempre está a la altura dramática del conjunto. La soprano española Sylvia Schwartz, estuvo a cargo de la virgen, a la que aun trazando su línea melódica con corrección no llega a transmitir con la claridad y redondez que Honegger requiere. Enkelejda Shkosa, soprano albanesa hace una estupenda interpretación de su Catherine, al igual que la también soprano Elena Copons está francamente bien en su papel, o el tenor norteamericano Charles Workman en sus diversos papeles, siendo uno de lo más celebrados el del presidente del tribunal que la condenó: Porcus. También cumplió satisfactoriamente su papel el bajo alemán Torben Jürgens.
Sin duda el protagonista indiscutible fue la masa coral que en esta ocasión estaba formada por los Pequeños Cantores de la JORCAM y por el Coro Titular del Teatro Real, irreprochables ambos en su altísima calidad, que en todo momento se presentan sin desfallecimiento y robustez en la medida que la partitura lo requiere.
La lectura orquestal demuestra la altura que ha conseguido el director vasco Juanjo Mena que junto a la Orquesta Titular del Teatro Real nos regala una versión de altura en la que equilibra los tutti de manera sutil para que sin desfallecer o adelgazar la masa orquestal no se silencie ni sepulte el coprotagonismo de las voces.
Prólogo
Previo al retablo de Jeanne d’Arc au bûcher se puso en escena la cantata La damoiselle élue de Claude Debussy (1862-1918). Ocupa el número 69 de las obras del catálogo del compositor francés y data de 1888, aunque no vio su estreno hasta 5 años después, en 1893, mismo año en que compone Pelléas et Mélisande. En un ambiente onírico, desde las neblinas iniciales hasta la desaparición final, compartiendo escenografía con Jeanne d’Arc, la soprano sueca Camilla Tilling, que ya tuvo la responsabilidad de encarnar a Melisánde en las ocho funciones que se llevaron a cabo entre octubre y noviembre de 2011 en el Coliseo madrileño, once años después nos ofrece todo su bagaje en el papel de la damoiselle que entre la desesperación, por la muerte de su amada, y la esperanza, por saber que se reencontrará para siempre, elabora un discurso sin fisuras que convence y emociona. De la misma manera, la narradora, a la que da cuerpo la mezzosoprano anteriormente comentada Enkelejda Shkosa, estructura y vertebra la acción de forma sutil y segura.
Así, en un mundo de postverdad, guerras e injusticias, en los que la población necesita creer que el ser humano no es realmente aquello que ve, la damoiselle y Jeanne nos abren una ventana de esperanza que nos ayuda a alejarnos de la Edad Media en la que nos hemos instalado.