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El Porqué Del Encuentro

El porqué del encuentro

JAIME BERMÚDEZ ESCAMILLA    OCT. 26, 2020

En 1992 Sevilla fue el escenario de una serie de osadías más o menos celebradas, como el centenario del descubrimiento, el puente de Calatrava, o un legendario encuentro entre el flamenco de Enrique Morente y el jazz de Max Roach, en el marco de la VII Bienal de Flamenco. Del Maestranza al Auditori y casi 30 años después estamos ahora en la sesión inaugural del Festival Ciutat Flamenco. Abre el escenario el director del Taller de Mùsics, Lluís Cabrera, uno de los perpetradores de aquella “tropelía contra el estado natural de lo jondo”, como cierta prensa tuvo a bien llamarla. Cabrera relata su recuerdo de aquel año cuando durante diez días en un cortijo de Cazalla de La Sierra los dos ejércitos se enseñaron las cartas, y las copas, y con esto saltaron al Maestranza. Hoy los bandos han cambiado, y las maneras. Ahora el encuentro se produce entre los alumnos del Taller de Mùsics y la Esmuc. En el homenaje a Roach y Morente orquestado por David Leiva, el flamenco se arropa con el jazz, y el jazz se arropa con el flamenco. Encuentro de ida y vuelta: el percusionista alterna marimba y udu. Este espectáculo sin ánimo de recreación coloca las fichas en el mismo punto de partida, pero lo que aquí sucede es genuino, y se sustenta en la lengua franca del flamenco y el jazz: la improvisación.

En el Auditori suena la voz de Max Roach y una batería elegíaca la subraya. A la voz de Enrique Morente le canta el cajón de Pepe Motos. Las voces callan, y sobre el pedal litúrgico del contrabajo y una batería salpicada, el martinete salta de boca en boca, de tercio en tercio. Del temple de Ana Brenes, a la ligereza de Thais Hernández, y de ahí al arrojo de Cristina López. En el denso caos de un canon de voces que habría enorgullecido a Morente, Nacho Blanco ejecuta un baile contenido, con gesto grácil y suntuoso que no comulga demasiado con el toque. Ya libre de ataduras se despliega en un taconeo puntillista y matizado. Llega el tiempo del jazz y en el desfile de la improvisación la trompeta de Armand Noguera es la más inspirada, la más elegante. La sigue el pizzicato de la guitarra de Pau Mainé, más inventivo pero menos encandilador. A continuación La leyenda del tiempo cambia de palo para salir al encuentro del jazz. La canta Hernández con voz limpia y volátil que se afila en el agudo del quejido.

La ensoñación evocadora de la precisa guitarra de el Tuto Fernández nos trae la Aurora de Nueva York. Al cante dulce y aplomado de Motos se asoma tímidamente la sordina de Noguera con aire lejano y melancólico, en uno de los acercamientos más estrechos entre los dos lenguajes. Después el grupo recupera la Experimental 1 de aquel concierto de la Bienal. El coro interpreta la Vidalita de Marchena que Morente registró con Sabicas, cantando con un unísono firme que pierde el equilibrio en las armonías. De nuevo en el jazz le llega el turno al saxo de Pablo Martín, que en su marcha acelerada ejecuta un solo efectista pero que pierde de vista el tema. Le seguirá la batería de Kike Pérez con un solo malabarista a ratos diseminado, a ratos demasiado contundente. Pepe Motos contesta con un cajón apasionado y cargado de buen gusto, como toda su actuación en la noche.

A cantar por tangos Que me van aniquilando entra la voz de Queralt Lahoz vestida con diez trajes. La primera voz es grave y velada, la segundo nasal al escalar el registro. La tercera rasga el velo en un quejido y se lleva el aire de la sala en dolientes melismas. Siguen la Estrella, el Poema de la Saeta y Priests de Cohen, y en una noche en que todo se gira, el aleluya sucede al evangelio. Como en aquel abril del 92, al cierre asoma el seminal Omega de Morente. Entonces en forma de premonición; hoy, de homenaje. Tras las debidas presentaciones Leiva entra callando con el pianissimo de una guitarra quebrada, que llega inadvertida y modesta para agarrar al público inopinadamente, como lo hace la brillantez de los maestros. Canta Brenes con el peso de una calidez arrulladora, cuando en un grito se le escapa Morente por la boca al arrancarse el “aleluya” del pecho. Con ese grito el grupo eclosiona en una emotividad que solo flaquea momentáneamente ante la impotencia de la guitarra eléctrica intentando llenar el hueco del coro. Recuperado el vuelo, finalmente todo se apaga y el último “aleluya” se desliza delicado y solo como la última gota del chaparrón.

Morente & Roach in memoriam es un homenaje de mirada alegre, optimista y agradecida, que rehúsa la gravedad. Quizá menos espontáneo que aquel concierto de la Bienal del 92, más perfeccionado y pautado, pero igualmente enérgico. Como dijo Morente, aquel día en el Maestranza se trató de un encuentro, y esta noche se ha producido un diálogo, nacido en la academia y desde el respeto. Un dulce fruto de la comunión entre el Taller de Mùsics y la Esmuc que esperamos que siente precedente.

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