‘Aida’, marcha triunfal 24 años después
(©Javier del Real)
JOSÉ MARÍA GÁLVEZ NOV. 6, 2022
Hace 24 años “Aida” abría la segunda temporada del Teatro Real en esta última etapa. Aquella representación iba a ser dirigida, en lo escénico, por el mítico Franco Zeffirelli hasta que fue sustituido por el argentino Hugo de Ana, cuya escenografía se ha repetido en las presentes representaciones actualizada conforme a la tecnología desarrollada desde aquél 1998.
(©Javier del Real)
HISTÓRICA Y RENOVADA ESCENOGRAFÍA
Escenografía que bebe de la monumentalidad que inspira una de las óperas más conocidas de su autor, Giuseppe Verdi (1813-1901), quien compuso la presente ópera en cumplimiento del encargo que recibió, con algún que otro subterfugio que hizo que aceptara antes de conocer su destino, para la inauguración del nuevo Teatro de Ópera de El Cairo. Ya desde el inicio se buscaron y procuraron las puestas en escena más grandiosas que cupieran, lo que lleva, en no pocas ocasiones, a escenarios y planteamientos kitsch.
El caso de De Ana, responsable aquí tanto de la dirección de escena, como de la escenografía y el vestuario, no es el del mundo kitsch totalmente, sino que lo compensa con un exceso de monumentalidad integrada de pirámides, filas de egipcios, relieves, obeliscos, jeroglíficos, figurantes, etc., todo ello con superposiciones en distintos planos, fundamentalmente en los fragmentos en los que la escena transcurre sin el concurso de la voz, mientras que para las escenas en la que la voz es la protagonista, De Ana sabe arroparla y engrandecerla con escenarios que, si no austeros -al menos en comparación con la monumentalidad y exageración restante- sí acertadamente despojados de todo aquello que no signifique la esencia de la secuencia musical en las voces protagonistas. Al fin y al cabo, aunque se trate de un dislate escénico, el público se encuentra cómodo, reconociendo de forma instantánea la historia que en escena se desarrolla.
A destacar entre los diversos escenarios el de la escena de la Marcha Triunfal, con pirámide escalonada que se multiplica gracias a los espejos laterales y la escena final “la fatal pietra sovra me si chiuse” de una austeridad y simplicidad que realza la escena hasta el pianísimo final en el que Aida y Radamés mueren como estaba previsto para los traidores de la patria.
Contrasta la grandilocuencia escenográfica con la austeridad e intimismo que impregna la música, que salvo ocasiones bélicas y triunfales, es de la más personal que el maestro de Busseto compuso. Enmarcada entre “Don Carlo” y “Otello” marca el final de una etapa pero con personalidad propia, muy distinta a las óperas que le precedieron. Final que se temía definitivo como el propio Verdi deseaba y que fue truncado por el entusiasmo, la tenacidad y la persuasión del editor Giulio Ricordi (1840-1912), el director y compositor Franco Faccio (1840-1891) y el libretista y también compositor Arrigo Boito (1842-1918), con la propuesta de “Otello”, la cual, felizmente para nosotros, fue calando en el ánimo y espíritu del compositor y creciendo hasta su estreno en 1887, dieciséis años después del estreno de “Aida”.
La presente Producción lo es actualizando el material de Hugo de Ana en coproducción con Abu Dhabi Festival, lo que posiblemente haya recargado de exceso decorativo la primitiva concepción escenográfica.
Sobre la música de “Aida” se ha dicho todo en los 150 años transcurridos desde su estreno, que serán 151 desde el día de nochebuena de este año, pero sigue sobrecogiendo desde el mismo inicio donde el pianísimo de la cuerda nos mantiene en expectativas que encuentran su culmen en el sutil final, digno de la presente partitura. Como dijo el polifacético donostiarra Antonio Peña y Goñi (1846-1896), y así recuerda Víctor Sánchez Sánchez en las elaboradas notas que se incluyen en el programa del Teatro Real acompañando a las presentes representaciones, nos encontramos ante una obra maestra en la que el maestro italiano se ha superado a sí mismo.
“Aida”, sobre la base de un relato con tintes exóticos, nos traslada a un escenario donde se manifiesta la aplastante autoridad del poder sobre la voluntad del individuo. El poder político, tan unido siempre al religioso dando así sello de solemne eternidad, ordena el destino de las libres voluntades, como son los de Radamés y Aida, a los que Verdi envuelve en una de las más refinadas músicas de sus no pocos dúos de amor y de muerte.
(©Javier del Real)
TERCER REPARTO
Buen criterio al adjudicar el papel de Aida a la soprano italiana Roberta Mantegna de delicado registro agudo, pero bien resuelto, siendo segura la región media. Realiza una actuación más que correcta, siéndole reconocida por el público mediante repetidas ovaciones. Jorge de León en su interpretación de Radamés comienza sin demasiado fortuna, escasa proyección y excesivo vibrato, pero trabaja su instrumento a la par que la ópera avanza, llegando a ofrecer un notable “Celeste Aida” y un emocionante final con “la fatal pietra”. El potente personaje de Amneris, recorriendo desde el embelesamiento del amor por Radamés, pasando por el sentido de la posesión, hasta el arrepentimiento final tras la condena a muerte del héroe que por amor rechaza la imposición de casarse con la hija del rey, no es correspondido por la mezzosoprano georgiana Ketevan Kemoklidze, que aunque cubre sus expectativas dramáticas no brilla más allá de la correcta interpretación. Curioso juego de reyes se da sobre escena, el egipcio y el etíope, sendos con sus respectivas hijas, Amneris y Aida, que giran manteniendo un equilibrio inestable alrededor del héroe y villano que es Radamés. Amonasro, el rey etíope, es interpretado por el barítono armenio Gevorg Hakobyan con gran seguridad, proyección, color y vibrato adecuados, quizás pecase de actuación arrogante, pero qué otra cosa se puede esperar de la actuación de un rey. Quizás la falta de palabra, además de la arrogancia, como ocurre con el rey egipcio, que tras comprometer su palabra a hacer lo que Ramadés le pida una vez ha liberado a su pueblo de la invasión etíope, se niega a ejecutar el deseo de Ramadés imponiendo nuevas condiciones y la obligación de casarse con su hija. El responsable es el bajo búlgaro Deyan Vatchkov, cuyo instrumento escaso y poco colorido no fue apropiado para dicho papel. Ramfis en la interpretación del bajo español Simón Orfila estuvo más que correcto, como igualmente bien interpretados, con proyección y vibrati adecuado, fueron los papeles de Mensajero y de Gran Sacerdotisa en las voces del tenor mexicano Fabián Lara y de la soprano argentina Jaquelina Livieri.
Ópera complicada para las voces por su gran cantidad de matices, pero que Mantegna, Hakobyan y un tardío Jorge de León salvan dignamente, así como el trabajo de escena desarrollado por el resto, a excepción, de Vatchkov.
(©Javier del Real)
BALLET, CORO Y ORQUESTA
Con coreografía de Leda Lojodice se atraviesa transversalmente la representación en la que los taparrabos y demás vestimenta manida folclóricamente asociada a los refinados egipcios y los primitivos etíopes, acompañan unos desaconsejables ballets. La obsesión llega a hacer bailar al coro femenino en el acto II. Coro que mantiene un buen empaste y color en las cuerdas femeninas pero sin destacar de forma rotunda como sí lo hace el masculino cuando cantan por separado, alcanzando el nivel habitual al que nos tiene acostumbrados cuando es el coro al completo el que se entrega sobre las tablas.
Coro y Orquesta han sonado francamente bien, sin más devaneos que los atribuibles a su director, Nicola Luisotti, que comenzando sutilmente se crece ante la pirotecnia, contenida en todo caso, pero más exagerada que la que quizás hubiera sido deseable para poder defender la continuidad con la mejorada lectura de los actos III y IV.
Al final, gran ovación para todos por parte del público del Teatro Real, transmitiendo así su reconocimiento entusiasta a la plantilla vocal e instrumental.