La kufiya del Papa
(Sala Pablo VI en la que el Papa observa el Nacimiento/ Foto ©
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ DIC. 8, 2024
Era una tarde fría en el Vaticano, con el característico bullicio de turistas y peregrinos que se congregan cada año para admirar el tradicional Nacimiento. Pero este año, un detalle en la escena robaba todas las miradas: la cuna del Niño Jesús estaba adornada con una kufiya, el icónico pañuelo palestino de cuadros blancos y negros. Mientras las luces del árbol navideño titilaban a lo lejos, el mensaje detrás de ese pañuelo resonaba más fuerte que los villancicos que llenaban el aire.
La kufiya, aunque para algunos pueda parecer una simple pieza de vestimenta tradicional, lleva consigo décadas de historia y un peso simbólico difícil de ignorar. Desde los años treinta, ha sido asociada con la resistencia palestina, un emblema cultural que se ha politizado al extremo. Para el Vaticano, según explicó el Papa Francisco, la decisión de incluirla en el Nacimiento tenía una intención clara: recordar a quienes viven la Navidad en medio de la guerra. Un gesto aparentemente noble, pero que, como muchos símbolos, resulta incompleto e insensible cuando se le priva de contexto.
En un momento de extrema polarización global, y especialmente en un año donde la violencia en Oriente Medio ha escalado a niveles desgarradores, la elección del Vaticano parece no solo ingenua, sino francamente miope, desgarradora, inhumana. La kufiya, con toda su carga histórica, no es un símbolo neutro. Su inclusión en el Nacimiento, lejos de invitar a la reconciliación, se percibe como un posicionamiento político que invisibiliza a otras víctimas, particularmente las de los recientes ataques terroristas perpetrados por grupos palestinos. En realidad el Vaticano y su pontífice se posicionan para obviar el sufrimiento, miran a otro lado porque es mas fácil. Esta postura, al parecer, vende mas o es más ‘cool’. En los últimos meses, cientos de familias israelíes han sufrido la pérdida de seres queridos en ataques indiscriminados, mientras que decenas de ciudadanos continúan secuestrados en condiciones sanguinarias. La ausencia de cualquier referencia a estas víctimas en la narrativa que rodea el Nacimiento del Vaticano no es solo una omisión dolorosa, es un mensaje que cualquier persona de bien perciben como una falta de equidad en la forma en que se aborda el sufrimiento humano. Si el objetivo era evocar la compasión y la paz, ¿por qué no incluir a todas las comunidades afectadas por el conflicto?
La justificación del Vaticano —que la kufiya representa solidaridad con los que sufren en Belén y otros territorios palestinos— puede ser válida en abstracto. Pero en la práctica, el pañuelo es un símbolo demasiado cargado, demasiado polarizante. Ignorar esto es desconocer las heridas abiertas que deja el conflicto. Es pretender que un símbolo tan complejo puede ser despojado de su historia para encajar en un mensaje de unidad. Es un error que, irónicamente, termina dividiendo más de lo que une.
La Iglesia Católica, que históricamente dice que ha actuado como mediadora en tiempos de conflicto, pierde aquí una oportunidad crucial para dar un mensaje más amplio, más inclusivo. Un Nacimiento que honrara a todas las víctimas de la violencia, sin importar su nacionalidad o religión, habría sido un verdadero gesto de paz. En cambio, este año, el Vaticano parece haber optado por un gesto que traiciona su propio mensaje al tomar partido, incluso de forma implícita.
Bajo las luces del Vaticano, la kufiya se muestra orgullosa de abrazar a Jesús, pero su presencia no logró silenciar las preguntas incómodas: ¿Qué dice este gesto sobre el compromiso del Vaticano con todas las víctimas? ¿Cómo reconciliar la intención de paz con la decisión de resaltar un símbolo tan divisivo? Y, sobre todo, ¿a quiénes hemos dejado fuera de la narrativa de esta angustiosa Navidad? Preguntas que, como el pañuelo, seguirán presentes mucho después de que las luces del árbol se apaguen.