Arrebato y vértigo en llamas
JOSÉ MARÍA GÁLVEZ MAR. 27, 2022 (Fotos: ©Javier del Real)
Arrebato y vértigo se apodera del espectador desde el inicio de “El ángel de fuego” hasta su conclusión bajo las llamas de la inquisición.
Ópera casi centenaria, cualidad que poseerá desde el próximo 2023, y que se representa por primera vez en Madrid. El halo maléfico, maldito, que ha acompañado a la partitura hizo que no se estrenase hasta 1954, treinta y un años después de su composición y cuando Sergéi Prokófiev (1891-1953) llevaba más de un año muerto.
La carga de simbolismo y las múltiples lecturas de la obra literaria y de la partitura fueron, sin duda, una losa para su estreno y su representación en la Unión Soviética de los años veinte, treinta, cuarenta y así hasta 1991, año en que se disuelve la Unión Soviética y nace la Federación Rusa. De esta manera, una de las obras capitales del compositor ucraniano que había sido icono soviético y ensalzado tanto como denigrado, juego muy dado en tantos entornos como en aquél momento lo era en la extinta URSS, y que tuvo como desdicha final morir el mismo día que la gran sombra de Iosif Vissariónovich Dzhugashvill, más conocido como Josef Stalin, fue silenciada por su simbolismo y desnuda crudeza.
El ángel Madiel, amigo imaginario de la niña Renata, crece en subconsciente desde compañero de juegos hasta amor platónico, convirtiéndose en el ser por el que la niña, ya menos niña, ansía despertar cada mañana, hasta el momento en que pasa a ser deseo físico, rechazándose a sí misma a través del rechazo del ángel, cuyo carácter le lleva a prometerle que volverá bajo aspecto humano para unirse a ella. Promesa que significa el momento en el que Renata extrae de su interior los miedos y horrores de esa infancia en la que la soledad se nos revela como una huella velada de una existencia de abusos bajo la figura paternal que nunca deja de reverenciar aunque de forma puntual desee su muerte, lo que llevará a la perdición de todo aquél que la ayude, como el incondicional de Ruprecht.
El ángel se convierte así en causa de expiación por la que Renata arderá en una hoguera que significa el final del trayecto.
Calixto Bieito
Toda esta historia no sería lo que es sino fuera por la tremenda fuerza expresiva de la partitura creada por Sergéi Prokófiev. Arrebato y vértigo, sobrecogimiento y explosión, ironía y gravedad, desde la orquesta hasta la última novicia, a lo que se suma de manera indiscutible la dirección escénica de Calixto Bieito, que junto a la escenógrafa Rebecca Ringst y el iluminador Franck Evin, pone en pie una gran caja desmontable que con sus giros, eterno movimiento de constante cambio de los mismos elementos fijos, representa a la perfección las angustias y contradicciones que conviven en el interior de la protagonista, trasladándose a Ruprecht, que tras unas primeras dudas, sufre con y por ella, prueba de ese amor incondicional que surge donde no se esperaba, y penetrando en la conciencia del público que, salvo ya habituales excepciones que piensan que el Teatro es el salón de su casa, mantuvo el interés y la tensión hasta la caída del telón. Bieito vuelve a dar una lección de maestría en la que es una producción del Teatro Real en colaboración con la Opernhaus de Zürich, de la que se puede estar orgulloso, pues la puesta en escena de ”El ángel de fuego” se convierte en una prueba de fuego por el mundo del subconsciente, de los temores, de las verdades ocultas no dichas, del abuso que atormenta, y de la seguridad del inseguro que subyace en el tejido argumental de la obra.
De Elena a Anna
Elena Popovskaya, soprano rusa que visitaba por primera vez el Teatro Real en una representación operística, llevó su papel hasta unos niveles que los demás integrantes del elenco vocal podían considerar una meta encomiable. De voz rotunda pero matizada, llena y sin fisuras, dibuja con naturalidad el paso de la histeria a la dulzura, del misticismo a la locura, pero ¡qué locura!. Sin duda la que genera la esperanza de poder disfrutarla en temporadas futuras. La sombra protectora de Renata, Ruprecht, es encarnada por el tenor griego Dimitris Tiliakos, de un alto nivel vocal. Los papeles de ambos protagonistas suponen un auténtico examen de cualidades vocales y escénicas que es aprobado con nota, sin que se transmita desfallecimiento ni decaimiento de su rol. No así en la interpretación del tenor ruso Vsevolod Grivnov que no tuvo fortuna en su doble papel de Agrippa y Mefistófeles. Personajes para los que Prokófiev escribió un canto, que en el caso de Agrippa, son de gran dificultad y por ende de un lucimiento musical (ajeno a cualquier lucimiento de las óperas románticas, belcantistas y del gran repertorio) que se vio deslucido en su totalidad. Olesya Petrova, soprano rusa, salva su papel, doble asimismo, de vidente y de madre superiora, a través de una interpretación vocal profunda, con una voz de color apropiado para la monja y la bruja, quizás no tan dispares, y un cuerpo escénico, no muy variado, pero convincente. Convincente también la actuación de Pavel Daniluk, bajo ucraniano que personifica al inquisidor, que en su breve y decisivo papel va ganando cuerpo y terreno hasta la acusación y sentencia mortal. Otros breves papeles como el de Fausto o el del Doctor y Jackob Glock, interpretados por el bajo ruso Dmitry Ulyanov y el tenor catalán Josep Fadó brillan por su atractiva lectura, o las de la posadera en voz de la mezzosoprano georgiana Nino Surguladze, el posadero, voz de tenor encarnada en el madrileño Gerardo Bullón o la del bajo barítono andaluz David Lagáres dando vida al camarero, que salpican la interpretación de momentos bien traídos por sus actuaciones. Voces a destacar me parecieron las de las dos novicias en el tramo final de la obra. La soprano y la mezzosoprano españolas Estíbaliz Martyn y Anna Gomá destacan por sus voces seguras, bien dibujadas y sobresalientes. Cosa nada fácil ni en las breves apariciones de algunos de los papeles en una partitura que no hace concesiones.
Coro y orquesta
Y así lo demostró una vez más el Coro Titular del Teatro Real, en el que hay que reconocer la labor que lleva desempeñando Andrés Máspero desde que lo dirige. Sobresaliente la Orquesta Titular del Teatro Real que suena fresca y segura, arrebatadora, irónica cuando el autor ucraniano lo requiere, y traductora de un expresionismo del que Prokófiev dio múltiples pruebas a lo largo de su catálogo. Todo ello bajo la agraciada dirección de un inmenso Gustavo Gimeno, del que desearíamos una larga colaboración con el Coliseo madrileño.
Noche ucraniana
Noche que comenzó con el sentido himno de Ucrania y en la que no pocos intérpretes rusos pusieron todo su aliento por dar vida a la obra maldita de un ucraniano que durante demasiado tiempo se ha vendido por la propaganda como autor ruso dentro del paraguas soviético. Noche que hasta mucho después de la caída del telón el ser no ha salido del estado de sobrecogimiento al que el ángel y Prokófiev le han raptado y sometido. Todo ello teñido de lecturas y sentimientos, que el caprichoso azar y la infinita malicia e inquina humana, han sobrevolado el patio de butacas.