Butterfly despliega sus alas en el Liceu
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ DIC. 10, 2024 (Fotos: ©David Ruano)
Era una de esas noches en las que la ciudad parece envolverse en su propio misterio, las calles mojadas reflejando los neones y la brisa del puerto acariciando los rostros que se dirigían al Gran Teatre del Liceu. El 9 de diciembre de 2024 prometía algo especial. Una nueva representación de Madama Butterfly, esa desgarradora oda a la fragilidad del amor y al choque entre mundos.
Sonya Yoncheva, en el papel titular de Cio-Cio-San, entró al escenario con la gracia de quien sabe que tiene al público en la palma de la mano. Desde el primer momento, su voz transformó el teatro en un espacio íntimo, como si cada nota fuese un susurro dirigido al alma de cada espectador. Yoncheva, soprano búlgara que ha conquistado los escenarios más prestigiosos del mundo, no simplemente interpretó a Butterfly; la encarnó. Su “Un bel dì, vedremo” fue un momento suspendido en el tiempo, donde incluso la respiración del público parecía haberse detenido.
A su lado, Matthew Polenzani encarnó al ambiguo B.F. Pinkerton con una intensidad que sorprendió incluso a quienes conocen su trayectoria. En su voz resonaban el egoísmo y la vulnerabilidad de un hombre incapaz de comprender las consecuencias de su deseo. La química entre Yoncheva y Polenzani fue más que creíble; fue visceral. Pero, como suele ocurrir con los personajes de Puccini, las tragedias personales rara vez están aisladas. Annalisa Stroppa, en el papel de Suzuki, aportó un contrapeso lleno de empatía y fuerza, mientras que Lucas Meachem, como Sharpless, ofreció una actuación contenida pero impactante.
El debut de la soprano catalana Montserrat Seró, en el pequeño pero significativo papel de Kate Pinkerton, dejó entrever una carrera prometedora. Su breve aparición fue como una pincelada de luz en medio del drama, y el público respondió con calidez a este primer vistazo de un talento que, sin duda, regresará al Liceu.
Y sin embargo, no todo estuvo a la altura de las expectativas. La orquesta, bajo la batuta de Paolo Bortolameolli, tuvo algunos desajustes que rompieron momentáneamente el hechizo. El coro, inexplicablemente reducido, parecía luchar contra la magnitud de la partitura de Puccini. Incluso me planteé subir al escenario para ayudarles. Y la escenografía –minimalista hasta el extremo– carecía de esa capacidad de transportar que hace de la ópera una experiencia inmersiva.
A pesar de todo, al bajar el telón, los aplausos resonaron como un rugido en la sala. Las lágrimas, discretamente secadas en la penumbra, y las sonrisas melancólicas al salir del teatro, confirmaban que, más allá de sus imperfecciones, esta Madama Butterfly había logrado lo esencial, recordarnos por qué seguimos necesitando la ópera en nuestras vidas. A veces, no es la absoluta perfección lo que buscamos, sino la emoción de sentirnos humanos, aunque solo sea por unas horas.