Casi epifánico
By GONZALO VILLEGAS FEB. 15, 2017
En fin, llegó el último de don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de la caballería… ningún caballero andante había fallecido en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano. El cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió. Pues no fue este el caso de Volodin, que ni se murió ni tampoco dio su espíritu –ni lo trajo, quizás, a Barcelona si por el Schubert hubiese que decidirlo.
No me es habitual juzgar bajo el mismo prisma a todos los artistas, ni tampoco exigir de ellos el mismo nivel de compromiso, igual que un maestro solicita de un discípulo dos o tres clases semanales en lugar de una porque detecta en éste un gran potencial a desarrollar: en el caso que nos atañe, el legítimo de la georgiana Virsaladze. Comenzar el recital con un opus íntegro de Impromptus de Schubert es una declaración contundente: nos dice que la cosa va en serio, que no ha venido a bromear. Triste desenlace: a pesar de todas las notas muy bien dichas, como profería al principio, no trajo consigo su espíritu (pocos son los que atinan a comprender cuándo un menor o un mayor en Schubert deben entonarse como tales o a la inversa). Nadie dijo que Schubert fuera una literatura trivial de abordar, aún menos lo sería en sus sonatas para piano. Al público y al turisteo, sin embargo, pareció placerles en demasía: cada uno de los cuatro Impromptu del mismo opus fue aplaudido sonoramente, excepto el primero, en el que las clases obreras, burguesas y extranjeras no se sabían de acuerdo todavía sobre si toser, aplaudir o inventar algún ruido nuevo mientras –sin signos de saludar al público todavía– se enjugaba con gran dilación sudorosa frente por tales requerimientos de ejecución; pero lo bueno fue saber que todos aquéllos estaban ahí, con entusiasmo y expectación. Fue de un tono parecido a las pinturas de Carl Moll: unos paisajes de carácter gris nublado expresivo, pero faltados de poética y desvaídos. La metáfora fácil para la continuación sería que se trataba de un motor diésel cuya entrada en calidez requiere de tiempo.
Siguieron una Balada de Chopin (la cuarta) y, después de la pausa, los Estudios Sinfónicos de Schumann, un opus juvenil –a pesar de su corta vida– pero ya suficientemente virulento. Con ello empezaron los fuegos artificiales y los juegos de luces, colores y timbrados rebosantes. Algunas notas de la Balada sonaron trascendentes, pero tantas otras no. Ahí se hizo ya más patente el contraste: estuvo casi en la cima dejándonos a 200 metros de alcanzarla, con ganas de más y ya. Allá donde se ausentaba su espíritu exhibió efectos impresionistas.
La pausa a la espera de Schumann clamaba a Albert Einstein: el tiempo que necesitó para recuperar el aliento parecía replegarse sobre sí y no dejarse comprender y sin previo aviso apenas (como sucedió con los numerosos bises), se encontraba ya pulsando los Estudios Sinfónicos. Por momentos pareció que transmitió la trascendencia del tiempo. Nuevamente, “casi” conectose con el reino de los cielos, quienes le dictaren el desenfreno y el acuerdo adecuados para con las páginas del alemán. Aquí, la eficacia y solvencia gastadas con Schubert, tornáronse en una vorágine de sensaciones faltadas de tiempo para metabolizarlas. Seguía, pareció, el dictamen de lo que Schumann un día puso por escrito hasta el mayor desgarro. Mostró al público la necesidad de calibrar sus expectativas en base al desafío que propuso sonoramente y éste resolvió en un cum laude. Pergeñaba el Finale como si el propio compositor estuviese lúcidamente en comunión con Volodin en ese momento, susurrándole cómo eran los últimos y monumentales pasajes.
Apremió a un desagradecido y desvaneciente público con cuatro delicadas y exquisitas miniaturas, a cada cual más bella y desgarradoramente lírica a cuantos escasos quedaren todavía en la sala para acabar con un Impromptu más de Schubert, el tercero del opus 90 (D899): dulce y gratificante para el espíritu. I was wrong: éste, sí lo trajo consigo.
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