
Dudamel y la London Symphony Orchestra deslumbran en Barcelona
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ MAY. 12, 2025 (Fotos: ©A. Bofill)
Por un instante, todo encajó, la música, el gesto, la acústica… y hasta el horario. Gustavo Dudamel volvió a Barcelona y, junto a la London Symphony Orchestra, firmó un díptico de conciertos memorables, organizados por BCN Clàssics, que resonarán largo tiempo en la memoria de quienes tuvieron el privilegio de asistir
La primera cita, el 10 de mayo en el Gran Teatre del Liceu, tuvo el aroma de la gran tradición europea. Richard Strauss y Maurice Ravel, dos alquimistas de la orquesta, sirvieron de espejo al arte de Dudamel, capaz de aunar precisión quirúrgica y exultante vitalidad. El Don Juan, op. 20 de Strauss se desplegó con una fogosidad controlada, sin perder nunca la línea narrativa. Cada crescendo fue al mismo tiempo inevitable y sorpresivo, cada fraseo respiró como si estuviera vivo. La London Symphony voló alto, con unos metales que cortaban como cuchillas y unas maderas que cantaban con la claridad del cristal.
En Shéhérazade, la soprano Marina Rebeka aportó un lirismo seductor y cálido, sin caer jamás en el amaneramiento. Ravel requiere de un fraseo sensual pero nunca blando, y Rebeka —sostenida por una orquesta que se disolvía como humo a su alrededor— encontró ese punto exacto entre el exotismo y la verdad expresiva. La velada culminó con la Rapsodia española y la suite de El caballero de la rosa, ambas interpretadas con un dominio tímbrico extraordinario. Especialmente en esta última, Dudamel extrajo de los londinenses una elegancia decadente, casi vienesa, sin renunciar a una cierta ironía estructural. Fue como si Strauss hubiese viajado en el tiempo para escuchar cómo su música cobra nueva vida en manos del siglo XXI.
Pero si el concierto del Liceu fue una demostración de refinamiento, el del 11 de mayo en el Palau de la Música Catalana fue una explosión de energía y arquitectura. Abrir con la Sinfonía n.º 41 “Júpiter” de Mozart no es un gesto menor. Dudamel —que ha madurado mucho en su relación con el clasicismo— dirigió una versión transparente, con tempi ágiles pero nunca precipitados. El Andante cantabile y el Allegretto un poco lentos, quizás. Los contrastes dinámicos estuvieron modelados con cuidado de orfebre, y el último movimiento, con su juego contrapuntístico, fue un prodigio de claridad y rapidez. La London Symphony, acostumbrada a estas cumbres, se entregó con disciplina y fuego.
Y luego llegó Mahler
La Sinfonía n.º 1 “Titán” fue, sencillamente, colosal. No solo por su potencia sonora, sino por la manera en que Dudamel logró estructurarla emocionalmente. El lirismo inicial, casi naïf, de los primeros compases se desplegó con una ternura casi pastoral, para después derivar en momentos de auténtica brutalidad expresiva. El clímax final no fue solo un estallido sonoro, sino una liberación casi metafísica con las trompas en pie. Dudamel no dirigió Mahler, lo encarnó.
Y, sin embargo, más allá de la música, hubo otro detalle igual de revelador: el horario. El concierto del viernes comenzó a las 19:00. El del domingo, a las 17:00. ¿Sencillo? Sí. ¿Revolucionario? También. En una ciudad donde las óperas y los conciertos empiezan a las 20:00 y terminan –en ocasiones– cerca de la medianoche, estos horarios fueron un gesto de lucidez. De respeto por el público. De sentido común.
Y es aquí donde conviene insistir. Los conciertos u óperas entre semana o en sábado nunca deberían comenzar más tarde de las 19:00; el horario perfecto sería a las 18:00. En domingo, empezar a las 17:00 —mejor aún, a las 16:00— no solo es razonable, es civilizatorio. Porque el arte no se disfruta igual cuando uno mira el reloj temiendo al cansancio del día siguiente. Porque una sinfonía no debe vivirse con la ansiedad del metro que se escapa.
¿Veremos una reforma de horarios en nuestras salas? Es improbable. La inercia cultural es fuerte. Cambiar hábitos, incluso los más ilógicos e insanos, nos cuesta siglos. Pero lo que ocurrió estos días en Barcelona fue más que dos grandes conciertos. Fue una demostración de que otro modelo es posible. Y Dudamel, con la misma precisión con la que conduce a Mahler o a Mozart, dio una lección callada pero firme sobre cómo hacer que la música encaje, por fin, en la vida.