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El Brillo De Orfeo

El brillo de Orfeo

(©Javier del Real)

JOSÉ MARÍA GÁLVEZ     NOV. 29, 2022

Orfeo, hijo de Apolo, vuelve a la programación del Teatro Real en la presente temporada, donde es una referencia desde distintas visiones estéticas del mito. Presenciamos en septiembre la representación de “Orphée” de Philip Glass (1937) y nos depara en junio la ejecución de “Orfeo ed Euridice” de Christoph Willibald Gluck (1714-1787), situándose entre las dos al inmenso maestro del que aún no se le ha hecho justicia para que nadie en un Teatro se muestre sorprendido por una música que nunca había escuchado: Claudio Monteverdi (1567-1643), maestro cremonés, cuando Cremona pertenecía al Ducado de Milán perteneciente a la Corona Española.

(©Javier del Real)

LA WALTZ CON ORFEO

La producción que ahora viene al Real lo es de Sasha Waltz & Guests en colaboración con la Dutch National Opera Amsterdam, el Grand Théatre du Luxembourg, el Bergen International Festival y la Opéra de Lille, la cual nos presenta un Orfeo despojado de todo accesorio ornamental y, como se demuestra a lo largo de la interpretación, totalmente inútil y vacuo para un mayor disfrute de la pieza.

Ya tuvimos la fortuna de sumergirnos en el trabajo de Sasha Waltz en la temporada 2018-2019 con su escenografía y coreografía en las representaciones de “Dido & Aeneas” de Henry Purcell (1659-1695), de las que sólo se ofrecieron cuatro sesiones, el mismo número que comparte el “L’Orfeo” monteverdiano. Clama el hecho de que se quiera normalizar que determinado repertorio está servido con cuatro representaciones, siendo testimonial su presencia, lo cual es del todo doloroso cuando se está ante un montaje, tanto en lo escénico como en lo musical de inusitada belleza y brillantez como es el caso. Belleza que entra por los ojos nada más sentarse el público en sus butacas, observando curiosamente la disposición del escenario, pues no hay foso, no hay ocultación del grupo instrumental, sino que se dispone en dos bloques sobre el escenario, el cual lo comparten con una caja como todo espacio escénico, que con sus estudiadas y leves mutaciones sirve generosamente para el fin buscado, contribuyendo y no distrayendo al discurso musical y dramático de la obra. Belleza que continúa con la austeridad y sencillez en la vestimenta de los instrumentistas y cantantes, acompañados todos ellos de una delicada ausencia de calzado, así como el hecho de utilizar el teatro como cuerpo escénico desde el inicio mismo cuando se interpreta la fanfarria inicial del Prólogo en el pasillo del patio de butacas hasta el, prácticamente, final de la fábula, cuando Apolo, padre del desgraciado amante en el que se ha convertido Orfeo tras la segunda muerte de su eterna Eurídice, aparece en medio del patio de butacas mostrando a su hijo las luces y la vida que le esperan junto a él en ese cielo, que no es tal, pero que la influencia de la época, de esperanza frente a la entrópica existencia, llevó a la conclusión dulce y con tintes de eternidad que en el cielo que Apolo ofrece a su hijo -y que acaba aceptando- se parece mucho al cielo cristiano, en el que el padre ofrece al hijo su compañía eterna para no sufrir entre los humanos. Es evidente que esta visión difiere de la que Publio Virgilio (70 a.C.-19 a.C.) ofrece en “Las geórgicas” y de la que recoge “Las metamorfosis” de Publio Ovidio Nasón (43 a.C. – 17 d.C.), sin consuelo final. Pues bien, parte de la responsabilidad de dicha belleza -visual- la tiene en gran medida las coreografías de Sasha Waltz que desde instantes antes del saludo de la fanfarria hace revolotear por el escenario a una bailarina que acompañará a los protagonistas y que complementa en momentos destacados con sus ya conocidos ballets sin música, podría compararse a recitativos ornamentados en los que se muestra en escena lo que las voces han callado o van a descubrir, el trabajo de la coreógrafa junto al de los cantantes también da frutos dulces, con resultados del todo aceptables en lo visual sin dañar la parte vocal, todo ello junto a la arquitectura sin florituras y efectiva de Alexander Schwarz, sin olvidar el conjunto bien ensamblado que supone el vestuario de Bernd Skodzig y la iluminación del que es responsable Martin Hauk, todos ellos empeñados en un concepto que busca resaltar el mensaje del Orfeo pero que introduce un riesgo alto de resultados vocales no afortunados por los esfuerzos escénicos y coreográficos a los que los cantantes se ven sometidos.

(©Javier del Real)

ORFEO Y LA ESPERANZA

Orfeo, el hijo del dios promiscuo (y cual no lo era), pero también del de las artes, la música y la poesía (promiscuas también, a dios gracias), es conocido por su dominio de la voz y de la lira de tal manera que “trasse al suo cantar le fere e servo fe’l’inferno a sue preghiere”, pero también por soportar la duda y el sufrimiento de la reiterada pérdida, ha corrido a cargo del barítono austriaco Georg Nigl, con voz clara y expresiva, junto a un cuidado dominio de los matices que hacen rico el desarrollo de algunos de sus números como “Dove, ah Dove ten’ vai” o el siguiente “Possente spirto”, responsable del primero es la sutil y sentida “Ecco l’altra palude” de la Esperanza que en cuerpo y alma le da vida Charlotte Hellekant, soprano sueca de bella frase, a la que sus aciertos hacen perdonables algunas matizaciones no del todo apropiadas, junto a la responsable de todo el drama, la soprano francesa Julie Roset, conocida ya por la grabación discográfica realiza con el mismo director, Leonardo García Alarcón, responsable de estas representaciones, dibuja su personaje, haciendo doblete con el de La Música, acertadamente. Caronte, a cargo del bajo norteamericano Alex Rosen, resuelve su papel con seriedad y profundidad, así como el dúo formado por la mezzosoprano sueca Luciana Mancini y el bajo barítono alemán Konstantin Wolff, en los papeles de Proserpina y Plutón, herederos de la Perséfone y el Hades griegos, con el timbre de voz oscuro, que no opaco, pero lleno de música de la mezzosoprano y el más quedo y menos acertado del Hades raptor. En el papel de Apolo escuchamos al barítono murciano Julián Millán, que también escenifica al Eco y a Pastor 4, en todos ellos con resultados notables, como su interpretación durante el último acto desde el centro del pasillo del patio de butacas. Mención aparte merece también el contratenor uruguayo Leandro Marziotte que, en sus papeles de Pastor 2 y Espíritu, hizo las delicias de una buena interpretación que empastó con el cuerpo sonoro de sus compañeros, la soprano belga Cécile Kempenaers como Ninfa y Pastor 1, el tenor suizo Fabio Trümpy como Pastor 3, el bajo barítono neerlandés Hans Wijers y el tenor alemán Florian Feth, que funcionaron como un conjunto variable con resultados gratos para el respetable.

Hay que destacar en todos ellos el doble esfuerzo de cantar como lo hicieron, a la vez que se les obligó a determinadas coreografías, que independientemente del efecto visual, no eran el objetivo buscado por Claudio Monteverdi, y que en otras voces podrían haber provocado grandes perturbaciones.

(©Javier del Real)

LEONARDO GARCÍA ALARCÓN

Hay que reconocer al director suizo-argentino Leonardo García Alarcón un trabajo de muy altas miras, con resultados acordes a la intención, donde además de la versión musical también dominó el clavicémbalo y el órgano positivo a los que estuvo en la primera y segunda parte de la representación respectivamente, en la que consiguió unos resultados plenos y brillantes de una fabulosa agrupación como la Freiburger Barockorchester compuesta por instrumentos originales y de la que habría que destacar a todos sus miembros, desde los trombones o sacabuches hasta los laudes, no quiero pasar sin mencionar la delicada interpretación de la arpista Sara Águeda Martín, ya sea dentro del conjunto como a solas y exenta al mismo, tal cual el dúo inicial con La Música. A la par el excelente conjunto vocal que es el Vocalconsort Berlin, demostrando conocer bien el repertorio que ofrecen.

En un tiempo de caras enfurruñadas y voces grotescas, muy fuera de tono, el respeto y el amor, aún tras la más grande de las desgracias reiterada, se infiltró en las venas del público asistente para acabar, en un acertadísimo y logrado final, bailarines, cantantes, músicos y director de orquesta bailando la esperanzadora “moresca” sobre las tablas en un alegato al amor y la convivencia.

teatroreal.es

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