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El Faraón Que Soñó El Sol

El faraón que soñó el sol

ISRAEL DAVID MARTÍNEZ     OCT. 20, 2025 (Fotos: ©Segi Panizo)

El 19 de octubre de 2025 el Gran Teatre del Liceu abrió sus puertas a una de esas noches que definen la madurez cultural de una ciudad. El estreno en España de Akhnaten de Philip Glass no fue simplemente un acontecimiento operístico, fue una declaración de principios. La ópera, estrenada el 24 de marzo de 1984 en el Staatstheater de Stuttgart, pertenece a la tríada que el compositor dedicó a quienes transformaron la conciencia humana y sigue siendo quizá su creación más interpretada. Traerla al Liceu significa aceptar el riesgo como signo de vida y entender que los grandes teatros no solo preservan la tradición, también la empujan hacia territorios que exigen otro tipo de escucha y otro tipo de pensamiento.

La obra se despliega como una meditación sonora sobre la fragilidad de la fe y la desmesura del poder. El preludio, tan extenso como hipnótico, abre una puerta hacia un tiempo suspendido donde la repetición no adormece sino que interroga. El primer acto avanza con solemnidad casi litúrgica, más oratorio que teatro, y en ese estatismo late la fascinación de un rito que busca trascendencia antes que acción. Es en el segundo acto donde el lenguaje de Glass alcanza su plenitud. El dúo entre Akhnaten y Nefertiti, brutal en su pureza, es una unión carnal y mística a la vez, una arquitectura de sonido que convierte la repetición en respiración. La posterior oración en solitario del faraón concentra toda la humanidad del personaje, su deseo de eternidad y su certeza de fragilidad. El tercer acto, en cambio, acusa el agotamiento de un discurso que ya ha dicho casi todo. La muerte del protagonista carece de la dimensión trágica que insinúa la trama y el epílogo repite más que concluye, como si el ciclo necesitara cerrarse en silencio.

La producción de Phelim McDermott, estrenada en 2016 para la English National Opera y repuesta ahora en el Liceu, no consigue trascender el estatismo de la partitura ni hallar su respiración interior. Lo que debería ser espacio ritual se convierte en espectáculo accesorio. Los malabaristas que llenan el escenario durante tres horas, jugando con las dichosas bolas y los simpáticos bolos, interrumpen el trance y reducen el misterio a distracción. El gesto es ingenioso en apariencia, pero banal en efecto. Falta amplitud y falta vacío, dos condiciones esenciales para que Glass respire. El vestuario, abigarrado y arbitrario, tampoco ayuda. Uno imagina cuánto ganaría esta obra con la sobriedad ascética y la precisión poética de una puesta al estilo de Ushio Amagatsu, donde el silencio y la luz sean protagonistas.

Frente a esa dispersión escénica, la música se impuso con una fuerza casi redentora. Anthony Roth Costanzo ofreció un Akhnaten de presencia magnética, dueño absoluto de una tesitura singular que él convierte en instrumento de pureza. Su canto, a medio camino entre lo humano y lo inmaterial, se volvió columna vertebral de la representación. Rihab Chaieb, Nefertiti de voz rica y tersa, encontró en el dúo con Costanzo un equilibrio perfecto entre devoción y deseo. Katerina Estrada Tretyakova, como Reina Tye, aportó una presencia sólida y cálida. En el foso, Karen Kamensek sostuvo con inteligencia una partitura que puede naufragar en su propia circularidad. Logró tensar el hilo sin romperlo, mantuvo la claridad de planos y reveló colores insospechados en una orquesta sin violines, poderosa en metales y maderas. Fue una lectura de firmeza luminosa.

Hubo una decisión desafortunada que rompió parte del hechizo. La eliminación parcial del subtitulado dejó a ratos al público sin guía, lo que en una ópera de rituales y lenguas antiguas crea distancia donde debería haber comunión. Aun así, el conjunto se impuso como una experiencia de inmersión, un espejo donde el tiempo parece plegarse sobre sí mismo.

Programar a Glass no es solo un acto de valor, es una forma de afirmar que la ópera puede ser pensamiento. El Liceu ha entendido que la modernidad no es un gesto, sino una continuidad. Akhnaten no se ofrece como entretenimiento, sino como revelación, como pregunta abierta sobre la fe, el poder y la memoria. Su llegada a Barcelona marca un hito. En una noche suspendida entre repetición y trascendencia, la música de Glass recordó que la belleza más profunda no siempre grita, a veces apenas respira.

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