
El Liceu sueña con París
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ MAY. 4, 2025 (Fotos: ©Antoni Bofill)
Bajo el título prometedor de Una noche en París, el Gran Teatre del Liceu propuso este domingo un viaje por las texturas sensuales y los ritmos encantados de Debussy y Ravel. Pero la ciudad luz, esa promesa de refinamiento sonoro y arquitectura luminosa, pareció difuminarse entre desajustes orquestales, decisiones escénicas discutibles y un entusiasmo que no siempre encontró cauce técnico.
La velada se abrió con los Nocturnes de Claude Debussy, una obra que exige más atmósfera que músculo, más claridad en los planos sonoros que ímpetu. La elección como pieza inaugural resultó poco afortunada. Con la orquesta aún buscando su centro, el color tímbrico se vio enturbiado, y el fraseo, demasiado contenido. La sección de cuerda, en especial los violonchelos, colocados a la antigua e incorrecta usanza, proyectaban con dificultad, generando un desequilibrio que afectó a todo el conjunto. La llegada del coro femenino en Sirènes, que debía envolver el aire como una bruma vocal, apenas se insinuó. Demasiado escaso, demasiado lejano, demasiado débil. Imperceptiblemente pobre.
Fue un comienzo titubeante que encontró cierta redención en el Concierto para piano en sol de Maurice Ravel, donde Javier Perianes y Josep Pons –a la batuta– ofrecieron un antídoto elegante contra la dispersión general. Con una mezcla de naturalidad y rigor, Perianes navegó el primer movimiento con ligereza rítmica y espíritu lúdico, sin perder nunca el control. Pero fue en el Adagio assai donde su voz interior brilló, cada línea flotaba con una sinceridad desarmante, como si hablara directamente al oído del oyente. Ni siquiera los desajustes orquestales —que persistieron— lograron empañar del todo la belleza de su interpretación.
Las suites I y II de Daphnis et Chloé, que cerraban el programa, reclamaban una orquesta en plena forma, capaz de construir capas de sonido como quien pinta con transparencias superpuestas. Pero aquí también la ejecución fue desigual. Hubo destellos —un amanecer bien dibujado, una danza final con brío—, pero algunos errores de coordinación y el desequilibrio dinámico restaron fuerza al conjunto.
El público, por su parte, se mostró impaciente por hacerse notar. La tos, el susurro, el crujido constante de envoltorios acompañaron cada silencio como un contrapunto involuntario.
Una noche en París que aspiraba al oro líquido de Ravel y al misterio nebuloso de Debussy, pero que se quedó, en gran medida, en boceto.