El regreso del Oro al Rin
JOSÉ MARÍA GÁLVEZ FEB. 7, 2022 (Fotos: ©Javier del Real)
Nueve representaciones y un elenco wagneriano para cerrar el icónico ciclo “Der Ring des Nibelungen” que durante 4 temporadas el Teatro Real, bajo la dirección musical de Pablo Heras-Casado ha ofrecido, aprendiendo con cada una, lo que se ha dejado notar en esta última jornada de la tetralogía.
Se trata de “Götterdämerung” (“Ocaso de los dioses”), escrita por Richard Wagner (1813-1883) con anterioridad al resto del “Anillo”, es pues un caso más de creación en la que la historia determina que el autor tenga la necesidad de explicar cómo se llega a la situación que presenta y, esto, acabe dando como fruto un ingente monumento artístico.
Para la primera jornada, “La Valquiria” escribí que posiblemente estábamos ante la pieza del ciclo musicalmente más redonda, a lo que ahora completo que ante la audición del “Ocaso de los dioses” nos encontramos ante la interpretación más redonda de las cuatro partituras. No hubo excesos ni desfallecimientos en la dirección de Pablo Heras-Casado, lo cual es en sí mismo todo un logro si consideramos que la duración musical de la obra fue de 4 horas y 20 minutos, a lo que se añaden dos pausas que suman 55 minutos. Duración que podría parecer excesiva pero que bajo el mando del director musical y las voces del elenco vocal consiguió que la noche, participara del espíritu wagneriano y transcurriese sin notar el paso del tiempo, reiterando mi primera impresión: transformando el tiempo físico en tiempo metafísico.
LA MUERTE DE SIGFRIDO
Así se denominó el primer borrador que Richard Wagner concibió en 1848, veintiocho años antes de su estreno. Significativo nombre que nos presenta directamente al héroe sobre el que pivota la acción. Héroe que en lo interpretativo está recreado por Andreas Schager, tenor austriaco del que lo que se pueda decir, quizás, no es capaz de transmitir la vivencia de escucharlo en el teatro. Desde el Mehr gabst du, Wunderfrau, als ich zu wahren weiss inicial hasta su Brünnhild exhalado como último aliento no hay quiebro, ni fatiga, en su más que acertada lectura, de la que ya dio muestras la temporada pasada con el mismo rol en la jornada que toma su nombre como título “Sigfried”. De timbre limpio y con el color adecuado. Voz con cuerpo y valiente hasta en su registro más agudo. Un placer y un regalo, pero no fue el único. La soprano alemana Ricarda Merbeth, que desde hace dos temporadas da vida a la valquiria en este Coliseo, ha madurado el papel consiguiendo que el registro grave no suene tan falto de consistencia como en anteriores Jornadas y mejorando, sin duda, el timbre, color y calor de su voz hasta la inmolación final donde consigue integrar de forma satisfactoria el drama y la música. Su hermana Waltraute de voz más dramática, convincente y redonda, pero con excesivo vibrato estuvo a cargo de la mezzosoprano bávara Michaela Schuster. La maldad, la maquinación, la ambición insana del poder, la intriga y la mentira, tan del orden del día, tiene su valedor en Hagen, al que da vida el bajo danés Stephen Milling, con un bagaje wagneriano nada desdeñable, lo que se deja notar en su lectura actual. Potente y desafiante, desde la falsa modestia de su Dich echt genannten acht’ich zu neiden al principio del primer acto hasta la confesión del crimen contra Sigfrido, la tónica general es una interpretación de tonos oscuros, cavernosos y falta de matices, si bien su seguridad aparente y su fenomenal plante escénica contribuye a conseguir un resultado digno para el hijo de Alberich, personaje éste que cuenta con su escena al principio del acto segundo a través del mundo onírico de su hijo, donde induce a Hagen a asesinar al héroe welsungo y robarle el anillo que él robó a las hijas del Rin. Encarnado por el bajo barítono de origen austriaco Martin Winkler el cual transmite el ambiente irreal y real simultáneo, con una interpretación escénica que suple las carencias de matiz vocales. Quizás la lectura más endeble fue la del tirano-marioneta Gunther, en la versión del bajo barítono estonio Lauri Vasar, que a juicio de este cronista remedia en parte la versión gracias a sus dotes actorales. Mejor estuvo la soprano norteamericana Amanda Majeski, escuchada en este teatro por última vez hace 10 años en su papel de Vitellia en “La clemenza di Tito, KV 621”, última de las óperas compuestas por Wolfgang Amadeus Mozart (1756, 1791) y de la que guardo gratos recuerdos, al igual de los que deja en su actual rol de Gutrune, hermana inocente del tiranillo Gunther. Papel que cantó convincentemente, sin histrionismos ni exageraciones en pasajes como el encuentro con Brünnhilde o la muerte de su efímero esposo a manos de su hermanastro. Acertada y delicada la interpretación de las tres nornas, la primera encarnada por Anna Lapkovskaja mezzosoprano rusa con experiencia en el papel, la segunda por Kai Rüütel, mezzosoprano de origen estonio y la tercera por Amanda Majeski que hace doblete, con un lirismo del trío de nornas que se mezcla convenientemente con la proporción adecuada de dramatismo obteniendo un prólogo que concluye de forma redonda al descubrir que ha llegado el momento del fin de la sabiduría eterna, realmente de la sabiduría que de forma tramposa los dioses caprichosos y avariciosos mantenían en su eternidad, engañando con ella a los humanos y mortales criaturas desde el principio de los tiempos. El fin de la sabiduría eterna es la muerte de Dios nietzschiana, aunque me temo que posiblemente se quede en el freudiano asesinato al padre. Delicioso el trío de las hijas del Rin, en el que destaca la voz de la soprano inglesa Elisabeth Bailey en su papel de Wellgunde, sin que suponga la merma de sus compañeras la bielorrusa Marina Pinchuk, mezzosoprano que canta a Flosshilde, de suave, fluida y agradable línea vocal y a la soprano barcelonesa María Miró en una acertada Woglinde que reafirma la voz luminosa y clara que manifesté en su versión de Adele en “Il pirata” de Vincenzo Bellini (1801-1835) escuchada en este teatro durante la temporada 2019-2020.
ORQUESTA, CORO…
La disposición espacial de la orquesta, no sabemos si por exigencias en el cumplimiento de las distancias COVID-19 o por criterio musical, en la que los metales, parte de la percusión y 6 arpas ocupaban una parte importante de la platea, es atractiva pero no exenta de riesgos, principalmente por la distorsión que provoca al público más cercano a estos palcos de platea, corriendo el peligro de que los metales dejen sin efecto a cuerda y viento-madera, así como a una importante parte de la interpretación vocal. Hecha esta salvedad, la Orquesta Titular del Teatro Real, heredera de nuestra Arbós, ofrece casi 5 horas de música sin desfallecer y en la que a medida que avanza la Jornada perfecciona su lectura hasta la más que dignamente ejecutada escena final en la que los pecados de los dioses buscan la redención por medio de una inmolación ofrecida a la humanidad tras el fracaso del Proyecto de Wotan, raíz y alma de la ópera sin que su figura ni su voz materialicen su presencia en ningún momento.
De esta progresión es responsable el director granadino Pablo Heras-Casado para el que ha supuesto, a tenor de lo escuchado desde 2019, un aprendizaje del que ha obtenido el rédito que nos ofrece en esta ocasión.
Merece mención aparte las breves incursiones del coro en la partitura, únicas en todo el ciclo del nibelungo. El Coro Titular del Teatro Real da muestras de innegable madurez incluso si tiene que cantar con mascarillas.
Y ESCENA
El director de escena Robert Carsen, responsable de la producción para la Opern Köln que hemos conocido en los últimos 4 años mantiene el planteamiento minimalista, ecologista e imperialista que fue desgranando en las jornadas anteriores. En esta ocasión las referencias ecologistas se reducen a ese Rin repleto de basuras, residuos y desechos de la actividad humana, lo que entiendo como una acertada referencia a la intrusión humana en cualquier faceta virgen de la naturaleza de tal forma que acabamos cambiando su naturaleza, valga la redundacia, pero también como el resultado de la desmedida avaricia y codicia humana, tanto del poderoso (real o ficticio) como del adulador e imitador, en el que la intrusión en la sociedad acaba pudriéndola, pero con esperanza de ser regenerada si el oro vuelve al Rin, de donde nunca debió ser arrebatado por el enano que simboliza la pequeñez moral que habita en la especie humana y en el espejo de deidades que el mortal a creado a su imagen y semejanza para ser dirigido sin sombra de responsabilidad.
Estimo un acierto la tensión dramática que busca Robert Carsen al hacer cantar a Brünnhilde delante del telón bajado, sin más escenario que su propia presencia, al final de la ópera cuando la pira funeraria se prepara, tras lo cual se levanta el telón y el mundo se ha inmolado en las llamas purificadoras que unen al Valhalla, al palacio de Gunther y los cuerpos de Brünnhilde y Sigfried en llamas. Las llamas y la eternidad, simbolizadas con fortuna por Carsen mediante el devastador final en el que las cenizas que llegan del mundo de Wotan se convierten en una fina y constante lluvia que devuelve la paz y el orden al sistema tras el regreso del oro al Rin. De esta manera se llega a la impresión de un digno cierre de ciclo en el que han de quedar encerrados los infinitos Alberich que ansían el poder y acechan para su expolio.