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Grigorian Y Beczała Brillan En ‘Rusalka’

Grigorian y Beczała brillan en ‘Rusalka’

ISRAEL DAVID MARTÍNEZ     JUN. 23, 2025 (Fotos: ©Antoni Bofill)

Rusalka, de Antonín Dvořák, regresó a la escena con una producción firmada por Christof Loy que, aunque comenzó con una elegante economía de medios y un simbolismo sugerente, se desinfló poco a poco, incapaz de sostener la tensión dramática que el libreto —y sobre todo la música— exigían.

La coproducción, de ambición internacional, reúne a cuatro instituciones de peso: el Liceu, el Teatro Real de Madrid, la Staatsoper de Dresde y el Palau de les Arts de València. Sin embargo, pese al respaldo institucional, la dirección escénica se reveló desigual, precisa en su arranque, pero rápidamente repetitiva y, en momentos clave, narrativamente desconectada de los grandes dilemas existenciales de la protagonista.

Una puesta en escena que se ahoga en su propio lago

Loy construye el universo de Rusalka a partir de un espacio único y cerrado, un escenario minimalista dominado por una gran lámpara –chandelier– suspendida sobre un ¿estanque? abstracto. La imagen es potente, incluso poética, al comienzo. Pero la falta de transformación, la ausencia de desarrollo visual y la elección de mantener una neutralidad expresiva a lo largo de los tres actos convierten esa poesía inicial en una monotonía escenográfica.

La historia —una ninfa acuática que renuncia a su voz para amar a un príncipe humano— pide una articulación clara de los mundos enfrentados, es decir, el de la naturaleza y el del hombre. Pero aquí, más allá de unos gestos simbólicos (muletas, un peluche, una puerta sin fin), no se construye una dramaturgia que acompañe ni profundice el drama. Rusalka, así, queda aislada no solo por su silencio impuesto, sino por la falta de una narrativa escénica que le dé sentido y sustancia.

Una protagonista insuperable

Y sin embargo, en medio de este paisaje estéticamente plano, emergió una interpretación vocal y dramática de una intensidad inolvidable. La soprano lituana Asmik Grigorian compuso una Rusalka de altísimo nivel. Voz dúctil, esmaltada, técnicamente impecable, pero, más allá de lo vocal, una presencia escénica poderosa, que encarnó con sensibilidad la alienación, el deseo y el desgarro emocional del personaje.

A su lado, el tenor polaco Piotr Beczała demostró, una vez más, por qué sigue siendo uno de los grandes intérpretes de su generación. Su Príncipe fue elegante, musical y perfectamente fraseado, y logró transmitir la fragilidad del amante dividido entre mundos sin caer en lo superficial. El dúo final entre ambos fue un momento suspendido, de gran lirismo y emoción contenida.

En los roles secundarios, brillaron con luz propia Okka von der Damerau como una Jezibaba rica en matices vocales, entre lo grotesco y lo maternal; el bajo Aleksandros Stavrakakis como un Vodnik de autoridad vocal e intensidad dramática; y las tres ninfas —Juliette Aleksanyan, Laura Fleur y Alyona Abramova— aportaron una deliciosa ligereza parsifaliana, casi impresionista, a cada una de sus intervenciones.

Una dirección musical que sí escucha a Dvořák

La batuta de Josep Pons, al frente de la Orquestra Simfònica del Liceu, fue otro de los grandes aciertos de la noche. Pons ofreció una lectura transparente, profundamente musical, atenta a las sutiles transformaciones armónicas de la partitura y a los climas oníricos que Dvořák supo construir a partir de una tradición wagneriana depurada por la melodía checa. El ballet, con coreografía de Klevis Elmazaj, añadió un elemento visual y rítmico que, aunque algo subexplotado, contribuyó al carácter atmosférico de la obra.

Rusalka es una ópera difícil de equilibrar. Su lenguaje está entre el símbolo y el mito, entre el drama humano y la fábula. En esta producción, la música, los cantantes y la dirección orquestal estuvieron a la altura del reto. La puesta en escena, en cambio, se conformó con sugerir más que desarrollar, con insinuar más que contar. El resultado fue un espectáculo de gran nivel vocal y musical, pero cuya lectura escénica no logró acompañar —ni iluminar— las complejidades emocionales de su protagonista. Grigorian y Beczała lograron que el público saliera conmocionado. Loy, en cambio, dejó al espectador en la superficie del lago, sin guiarlo jamás hacia sus insondables profundidades.

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