
Harding y su resurrección sin aliento
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ MAY. 27, 2025 (Fotos: ©Mario Wurzburger)
La noche del 26 de mayo de 2025, el Palau de la Música Catalana se convirtió en el crisol de una de las epopeyas más desbordantes del repertorio sinfónico, la Sinfonía nº 2 en Do menor, “Resurrección”, de Gustav Mahler. Un programa sin fisuras, una sola obra como cosmos cerrado, interpretado por la Orquesta Sinfónica de la Radio Sueca, el Orfeó Català y un Daniel Harding que, con gesto firme y mirada escudriñadora, ofreció una lectura intensa, a ratos desbordada, de esta montaña espiritual y sonora.
Harding, director de gesto elegante y convicción intelectual incuestionable, abordó la sinfonía con un pulso decidido, aunque por momentos excesivamente impetuoso. El primer movimiento, ese vasto drama fúnebre que Mahler pide ejecutar con solemne majestad, se precipitó sin respirar, como si el miedo a caer en la ampulosidad se resolviera con prisa. El resultado fue una pérdida del relieve dramático y de la densidad tímbrica que tan poderosamente sustentan el conflicto interior del movimiento. Algo similar ocurrió en el último, el Juicio Final musicalizado por Mahler llegó con ímpetu y potencia, sí, pero sin el tempo apocalíptico que deja sin aliento por suspensión, no por velocidad.
En cambio, los movimientos centrales—el Andante moderato y el Scherzo—brillaron por su transparencia, su lógica interna y su trazo expresivo. Aquí Harding pareció encontrar el punto justo entre retórica y claridad, permitiendo a las maderas –inmenso Emmanuel Laville al oboe– desplegar su lirismo con una frescura encantadora, y a los metales mostrar la prestancia que marcaría toda la velada. La cuerda, sin embargo, quedó un peldaño por debajo, a ratos difusa, algo corta de empaste, sin la plenitud que la obra exige.
El Orfeó Català cumplió con su parte, aunque sin deslumbrar. Su entrada final, ese “Aufersteh’n” que debería abrir el cielo sobre el auditorio, sonó más terrenal de lo debido, afectada por cantar sentados. La proyección vocal se resintió, y con ella, parte del efecto trascendente que Mahler buscaba. Además, la iluminación del coro—de un tono frío de autopista, ajeno al pathos de la música—restó aún más fuerza a un momento que debería haber sido arrebatador.
En el apartado vocal, sobresalió con luz propia Avery Amereau, mezzosoprano de voz rica y profunda, que dotó al “Urlicht” de una hondura casi bíblica. Su canto fue oración, revelación, carne hecha espíritu. A su lado, la soprano Johanna Wallroth estuvo más que a la altura, con un timbre claro y sin afectación, aportando una pureza etérea al conjunto. Hay que seguir muy de cerca las carreras de estas dos cantantes.
Dejando a un lado el concierto, el que escribe reconoce que tiene un problema con el nuevo el uniforme del Orfeó Català. Mientras la orquesta y Harding vestían el clásico y elegante frac, el coro parecía transportado desde una comarca remota de la Tierra Media. En un templo modernista que exuda historia y nobleza, el contraste resultó, como poco, desconcertante. Quizá Mahler habría sonreído ante esta mezcla de mística y fantasía, pero el espectador no podía sino preguntarse si la “Resurrección” no merecía un gesto visual más solemne.
Una noche de altos vuelos, sin duda, pero también de respiraciones perdidas. La resurrección de Mahler, más veloz que mística, más eléctrica que espiritual. Un fuego fatuo con chispazos de gloria.