La titán de Hrůša
(Photo by Andreas Herzau)
By PAULA SÁNCHEZ LAHOZ NOV. 10, 2017
Increíble. Mágico. Extraordinario. El sonido de la Bamberger Symphoniker fue titánico. Perfecto.
El talento de Jakub Hrusa fue esencial para alcanzar la magnificencia en todos los aspectos, no solo el sonido, pero también la música, el balance, el timbre, los colores, las líneas, los contrastes… El director checo supo acompañar la música en su dirección más precisa en cada momento.
El concierto inauguró la temporada de Barcelona Clàssics con el poema sinfónico del ciclo Ma vlást (Mi patria) titulado Vltava (el Moldava), el primero de los seis que lo completan, de Bedrich Smetana. La homogeneidad, la densidad, la riqueza, los timbres, los ecos, y todos los aspectos más que se le puedan ocurrir al lector, crearon una voz única, un sonido con identidad. Fue sorprendente la gradación dinámica que ofrecieron, después del gran crescendo (aproximadamente dos minutos antes del final, según versión) el susurro casi imperceptible, pero presente a la vez, que inundó la sala. Un pianísmo súbito para recordar. Un Smetana inolvidable.
Prosiguió la noche con el concierto para violín de Jean Sibelius, que Viktoria Mullova interpretó en su máximo esplendor. Pero, hay que tener en cuenta que en un concierto la música también entra ligeramente por la vista. Faltó quizás, por momentos, un ápice de fantasía, un punto de vehemencia. Aún así, fue una interpretación ejemplar. Como bis ofreció un extracto de una composición de su hijo Misha Mullov-Abbado, un cambio de estilo que refrescó el ambiente con un toque de jazz.
El público, durante la media parte, tuvo la oportunidad de disfrutar de un pequeño encuentro con la artista, que dedicó y firmó desde CDs hasta entradas a los que no iban preparados para comprar uno.
Si en la primera parte, la Bamberger ya demostró su extraordinario nivel, con la última sinfonía de Antonín Dvorák exhibió lo inexorable, su implacabilidad extenuante. La combinación de la fuerza de la sinfónica y el poder de la sinfonía, resultaron en un desenlace exuberante. La pasión, la energía, el entusiasmo; pero sin perder nunca la pulcritud ni la delicadeza. Hubo tiempo para todo, hasta para las bromas, cuando Hrusa espero a que llegara a su fin un incesante tosido, que volvió a interrumpir inesperadamente la entrada del tercer movimiento, que indujo a un ataque de risa general (director incluído).
Sería pecado no destacar, en la gran sinfonía del Nuevo Mundo, la impecable precisión tanto en la afinación como en los ritmos, oboe y flauta doblaron melodías con una exactitud matemática, pero sin dejar de crear belleza en ningún momento, sin olvidar la música en minuto alguno.
Un éxito que cerró con dos bises por parte de la orquesta, que intentó (y consiguió) satisfacer los aplausos persistentes de un público incansable y generoso. Sin duda, un concierto, pero sobretodo, una orquesta que merece la pena escuchar. Vivir y sentir un sonido atípico e incomparable.
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