La tradición de cortar la cabeza
JOSÉ MARÍA GÁLVEZ DIC. 23, 2024 (Fotos: ©Javier del Real)
Elisabeth I de Inglaterra continuó la tradición que practicó con soltura su padre, Henry VIII, la de separar las cabezas de sus familiares del cuerpo. Conocidos ambos regentes por estos lares como Isabel I y Enrique VIII. Pero del promiscuo y variable en esposas Henry VIII nace la virgen de Elisabeth I, de la que dicen que murió igual, virgen. Vaya pascua para una reina, puede que entre medias estuviera entretenida entre otras cosas con los escoceses y más concretamente con la que fue su reina, María I, Mary Stuart de nacimiento, además de su prima. La historia de María no es el de una mujer gris, sino el de una mujer que comienza a reinar a los seis días (sí días, no años) y casi con veinticinco años y tres matrimonios, dos viudedades, tiene que huir de Escocia tras verse forzada en abdicar en su hijo Jacobo VI, eligiendo Inglaterra como lugar placentero para su exilio. Y placentero precisamente no fue. Vamos a dejar la vida de Mary Stuart para entrar en la de Maria Stuarda que se desarrolla desde su huida a Inglaterra hasta su desgraciado final a manos de su prima. Esta María es la protagonista de la tragedia lírica que Gaetano Donizetti (1797-1848) escribiera en 1835, aunque quizás habría que fecharla un año antes, en 1834, que bajo efectos de la censura napolitana sustituyó historias y títulos, pasando de “Maria Stuarda” a “Buondelmonte”, del siglo XVI al siglo XII, todo vale. No tuvo éxito con “Buondelmonte” y tampoco lo tuvo con “Maria Stuarda”, basada en el drama Maria Stuart de Friedrich von Schiller (1759-1805) que trata el mismo periodo y hechos históricos. La adaptación para el libreto es obra de Giuseppe Bardari (1817-1861), de corta pero intensa vida, que ofrece a Donizetti un texto que sirve a la perfección a los objetivos del drama.
Fiel David McVicar
Fiel a sí mismo, el director de escena David McVicar, trabaja, como ya lo hizo en la “Adriana Lecouvreur” con la que se abría la temporada del coliseo madrileño en septiembre de este año, ofrece un producto austero y preciso, en el que el vestuario y la iluminación son fundamentales para afirmar la identidad y autonomía o dependencia de cada uno de los personajes. Para el vestuario cuenta con Brigitte Reiffenstuel, que ya le acompañó en la ópera de Francesco Cilea (1866-1950), dando ahora en cada escena la nota visual del carácter y del estado de cada participante, ya sea principal o secundario, desde el vestuario casi sumiso, poco destacado, de Roberto Leicester hasta el vestido rojo, color del martirio católico como indica el programa de mano, que viste Maria Stuarda en el momento de la ejecución. Todo ello bajo el bien llevado juego de luces de Lizzie Powell. A David McVicar se suma el icónico planteamiento de la escenógrafa Hannah Postlethwaite, que con elementos como la inmensa mesa del primer acto, el escudo de Elisabetta, el cetro, el globus cruciger o el cadalso, es capaz de dar vida e identidad a la escena perfectamente integrada en el global de McVicar, que en ningún momento se aleja de la tragedia donizetiana sino que la realza.
Las voces de la noche
“Maria Stuarda” está considerada como una de las piedras angulares del bel canto, por lo que la elección de las voces es decisiva. Asistimos aquí a la primera representación del segundo reparto, encabezado por la soprano grancanaria Yolanda Auyanet en una más que respetable Maria Stuarda. De instrumento seguro, bien moldeado, resistente, no exento de alguna tensión en la escena del cadalso pero resuelta con pericia con filados más que satisfactorios, recordando a esa voz bella y limpia de la que ya hablé en la “Turandot” de diciembre de 2018, hace ahora 6 años. Su actuación escénica fue tan convincente como la vocal. Su prima, Elisabetta, corrió a cargo de la mezzosoprano valenciana Silvia Tro Santafé, artista que siempre ha obsequiado en este Teatro con actuaciones de calidad y belleza, como se dejó ver desde la primera aria en la que a medida que transcurre su voz templa y coge cuerpo, dando ya muestras de su fraseo cómodo y su registro alto firme. En el segundo acto dio muestra de su talento dramático en el dúo con Lord Guglielmo Ceci en “Alla tua voce sento piombarmi in core”, llegando a la crueldad cuando le ordena a Roberto Leicester en “E spettator ti voglio/Dell’ultimo suo fato”. El pobre de Roberto Leicester en la interpretación del tenor tinerfeño Airam Hernández no tuvo su mejor versión, estando lejos de la última que disfrutamos suya en el papel de Federico García Lorca en “El abrecartas” de Luis de Pablo Costales (1930-2021). No obstante el timbre agradable del centro de su registro, la entrega a un papel bastante insípido compensa el resto de aspectos, como indecisiones y escasez, casi con temor, en la emisión, que estoy seguro serían puntuales y habrá solventado en las siguientes representaciones. Excelente, de fraseo, cuerpo y dramaturgia estuvo el barítono polaco Simon Mechlinski en el papel de Lord Guglielmo Cecil, intrigante y decisivo. Sabe a poco no escucharle en otros roles para este Teatro. No tan seguro ni tan contundente se mostró su compatriota el bajo barítono Krzysztof Baczyk, irregular en el dúo de la confesión con la reina escocesa. Dejo para el final a la, presuntamente, secundaria Anna Kennedy, brillantemente representada por la soprano argentina Mercedes Gancedo, fresca, redonda y de bello timbre.
Pérez-Sierra
La Orquesta Titular del Teatro Real hace una lectura muy donizetiana de la partitura bajo las indicaciones del maestro José Miguel Pérez-Sierra, director musical del Teatro de la Zarzuela de Madrid. De pulso conciso, claro, es también moderador de volumen, no dejando que el discurso alcance nunca demasiada potencia, lo cual mantiene un carácter a veces algo contenido, sin llegar a ser plano, pero si suavemente redondeado. La orquesta responde estupendamente a las indicaciones recibidas y el coro ofrece lo mejor, posiblemente, de toda la noche.
Se cierra así 2024 para comenzar un nuevo año que esperemos se corten menos cabezas a causa de las diferencias de poder y religión.