Los placeres de lo inútil
(Imagen DALL·E)
ISRAEL DAVID MARTÍNEZ DIC. 15, 024
Era una tarde de primavera en el Jardín de Luxemburgo de París. El aire olía a lilas recién florecidas y el cielo, despejado, parecía una invitación al ocio. Dana Thomas, periodista y autora, se sentó en una de las emblemáticas sillas verdes junto a la fuente central, observando cómo un grupo de niños corría con una cometa. La brisa parisina jugaba con las cintas de colores, y las risas de los pequeños resonaban como el único sonido auténtico en una ciudad que nunca deja de moverse.
“Este es el verdadero lujo”, pensó Dana, tomando un sorbo de su café tibio. No era el café, ni las flores, ni siquiera la belleza incomparable del parque. Era el tiempo. Tiempo para mirar. Tiempo para no hacer nada.
En una época en la que el mundo está obsesionado con ser productivo, con llenar cada minuto con tareas, metas y aplicaciones que registran nuestros pasos, nuestros sueños y hasta nuestras respiraciones, el ocio parece un arte perdido. Incluso la palabra “ocio” suena sospechosa, como algo que debería ser erradicado con el mismo entusiasmo con el que eliminamos los “tiempos muertos”. Sin embargo, no siempre fue así.
En las culturas mediterráneas, el tiempo libre tenía un propósito casi sagrado. La siesta, por ejemplo, no era solo una pausa en el día; era una declaración de que la vida no debía apresurarse. En España, durante siglos, el ritmo diario estuvo dictado por el sol, no por los relojes, y las tardes calurosas pedían descanso. Hoy, sin embargo, esa tradición está desapareciendo, engullida por las demandas de horarios laborales más ajustados y la globalización de un modelo que venera el rendimiento por encima de todo.
La paradoja, por supuesto, es que el descanso, ese gran enemigo de la productividad moderna, es en realidad su mejor aliado. Según un estudio publicado en The New York Times, una breve siesta de 20 minutos mejora significativamente la memoria y la creatividad. Y aun así, quienes cierran los ojos a media tarde son vistos con recelo, como si fueran culpables de un pecado venial.
Dana, mientras seguía observando las travesuras de los niños, recordó un viaje reciente a Japón, donde descubrió otra perspectiva sobre el ocio. Allí, en medio del bullicio de Tokio, conoció a un hombre mayor que cada tarde, sin falta, dedicaba una hora a hacer origami. “Es inútil”, admitió con una sonrisa, “pero necesario”. Y eso fue todo. No tenía que justificar su tiempo. No era para venderlo en un mercado de artesanías ni para compartirlo en Instagram. Era un regalo para sí mismo.
En el Jardín de Luxemburgo, los niños finalmente dejaron de correr. La cometa se enredó en una rama baja, y ellos, sin dramatismos, se sentaron en la hierba. Sacaron un par de galletas de un paquete arrugado y las compartieron en silencio. Dana se levantó para marcharse, sintiendo una gratitud inesperada por ese espectáculo mundano. Había aprendido algo de esos niños: que no todo lo que vale la pena tiene que tener un propósito.
Quizás el mayor placer de lo inútil sea que nos devuelve a nosotros mismos. Nos permite existir, no como máquinas que producen y consumen, sino como seres humanos que sienten, piensan y, a veces, simplemente miran cómo una cometa flota en el aire. Porque, al final, como Dana descubrió ese día, el tiempo libre no es tiempo perdido. Es el tiempo que, en realidad, nos encuentra.