Escucho el otro día en Radio Clásica el concierto inaugural del festival de Lucerna de este año, celebrado el pasado 11 de agosto: en el programa, tres poemas sinfónicos de Richard Strauss, “Así habló Zarathustra”, “Muerte y transfiguración” y “Las alegres travesuras de Till Eulenspiegel”. El director titular de la orquesta, Riccardo Chailly, ofrece una interpretación solvente, eficaz ―no me atrevo a tildarla de «luminosa» o adjetivos similares, pues no tengo la necesaria competencia para realizar un juicio crítico en ese sentido; baste decir que me gustó―. No obstante, lo que más me sorprende del concierto es comprobar cómo, al concluir cada una de estas piezas, el público permanece en completo silencio dos o tres segundos antes de empezar a aplaudir.
Me sorprende porque lo que suele ocurrir en los conciertos que escucho habitualmente es que el público empiece a aplaudir con frenesí ―e incluso a lanzar los típicos «¡Bravo!»― antes incluso de que el último acorde haya terminado de sonar, como si hubiese prisa por demostrar lo mucho que les ha gustado el concierto. Se ha convertido en una actitud tan habitual que uno se pregunta si acaso la interpretación musical ha alcanzado en nuestros días unas cotas de excelecia superlativa, o si no será más bien que algunos oyentes se sienten impelidos a aplaudir rabiosamente no sólo porque el concierto les haya gustado, sino porque es lo que se espera de ellos, que respondan haciendo ver el profundo entusiasmo que la experiencia estética ha producido en ellos, sea o no sea verdad. Me confirma mis sospechas que esto suceda especialmente en aquellas piezas que terminan con una cadencia conclusiva transparente.
No me he molestado en comprobarlo de forma irrebatible, pero me da la impresión de que esta actitud, muy arraigada en nuestro país, es producto de una educación musical deficiente. No hablemos ya de las toses, carraspeos, crujidos de butacas, etc., que suenan durante la ejecución o entre los movimientos de la obra ―concierto alternativo en multitud de ocasiones, puesto que logra construir toda una polifonía que daría por sí sola para todo un volumen de música concreta―. Convendría por tanto realizar en los conciertos alguna forma de pedagogía para el público ―un parrafito en el programa, una proyección, algo― que enseñase que, de la misma manera que debe hacerse el silencio antes de comenzar la pieza, su disfrute sólo se alcanza con plenitud si se deja reposar unos segundos en ese mismo silencio, de manera que se respete la autonomía acústica de la obra musical frente al ruido cotidiano que invade la sala de conciertos antes y después de su ejecución. Adelantarse a aplaudir antes de que la obra haya terminado de sonar me parece un rasgo de insensibilidad, aunque a la mayoría le parezca todo lo contrario.