Salvados por Gilda
JOSÉ MARÍA GÁLVEZ DIC. 10, 2023 (Fotos: ©Javier del Real)
Rigoletto, o su alter ego Triboulet, no es solo un bufón con ácido humor que vierte su ironía y lanza sus dardos dialécticos sobre la nobleza que le rodea para que le divierta y entretenga gracias a sus desgracias, a su deformidad y soltería, sino que es la lucha de una clase sometida y humillada para mayor diversión de los poderosos que cosifican a todo aquél que no pertenezca a su rango, que no haya nacido dentro del club de zánganos conformado por nobleza, curia y realeza que en otras épocas, la de Víctor Hugo (1802-1885) ya era revuelta, como lo fue y más la de Giuseppe Verdi (1813-1901) eran las clases privilegiadas que por su cuna y sangre (la vertida con nocturnidad en no pocas ocasiones) se beneficiaban del pueblo atemorizado por medio de la sumisión y humillación de la que el bufón jorobado es digno representante y transmisor, así como conocedor de los desmanes que esa clase es capaz de realizar no solo sobre sus bienes sino sobre sus mujeres y seres queridos, lo cual estuvo muy bien visto durante siglos a través de algo tan establecido e indiscutido como el derecho de pernada.
“Rigoletto”, es la decimoséptima ópera de Giuseppe Verdi, estrenada en 1851 y sexta colaboración del autor de Busseto con el libretista Francesco María Piave (1810-1876) con el que llegó a colaborar hasta en diez ocasiones. La ópera nos presenta un jorobado que decide vengarse de las continuas degradaciones en el trato pero, producto de una oportuna maldición, es él la víctima de su propia sed de venganza. El bufón, protege a su hija de los peligros del mundo exterior de tal manera que realmente lo que hace es impedir que se desarrolle plenamente como persona.
ARCO Y ARCAS
Todo ello llega en una coproducción del Teatro Real con la ABAO Bilbao Ópera, el Teatro de la Maestranza de Sevilla y The Israeli Opera (Tel Aviv) dirigida en lo escénico por Miguel del Arco y en lo coreográfico a Luz Arcas, con un comienzo espectacular, contundente y sobrecogedor a telón bajado, en el que una mujer corre alrededor del foso perseguida por un grupo de hombres con máscaras de conejo blanco. Hombres, tras el anonimato que concede la máscara, representantes de una clase amoral dominante que somete al débil, aquí en la persona de la mujer que acaba acorralada, violentada y violada a la para que el telón se desploma cual velo del alma que muere. Es el sometimiento que aún se quiere ver como un derecho natural o divino.
No me parece desacertada parte de la escenografía basada en formas volubles y cambiantes, de alguna manera “è mobile qual piuma al vento”, pero la ruptura con el libreto es tal en el resto del montaje escenográfico que ni siquiera de manera simbólica o metafórica salva la puesta en escena. Parecida situación con las coreografías de Luz Arcas, más que válida y reconocida coreógrafa, pero que a excepción de la primera de las apariciones del cuerpo de baile, el resto, en sintonía con los decorados y escenas de Miguel del Arco, hablaba de un libreto paralelo en el mismo espacio escenográfico, la caja del escenario. Nada tiene que ver el arrabal lleno de prostitutas que en vivo o en sueños simulan diversos actos sexuales mientras el duque, entona el esperado “La donna è mobile”, aria que acaba en “felice appieno chi su quel seno, non liba amore!”, con la casa de dos plantas que alberga la hostelería en la baja y el granero con catre en la superior conectada por una escalera, si bien es más desconcertante la casa de Rigoletto, donde Gilda su sobreprotegida hija se mantiene en cautiverio preventivo, un abuso del abusado sobre alguien más desfavorecido que él. Para Miguel del Arco, la casa sencilla con patio rodeado de muros, sobre el que cuelga el balcón al que se sube por una escalera exterior, es sustituido por una gruta o, mejor, por un abombamiento del terreno que horadado hace las veces de receptáculo en el que Gilda, inocente y virtuosa nos recuerda por su vestuario a otra famosa Gilda (Rita Hayworth) antes de que la moral reinante (Glenn Ford) le abofeteara, como hará en Rigoletto el destino con su propia vida.
No obstante quiero reconocer el trabajo del cuerpo de baile que no es fácil y que ejecutan con minuciosidad, aunque le resultado está fuera de lugar y habla de algo que ni la partitura, ni el libreto plantean, no en vano el original de Victor Hugo no esconde sus intenciones: “Le roi s’amuse”, el rey se divierte, y siempre se divirtió a costa de sus súbditos, que lo eran todos.
También merece mención aparte la iluminación a cargo de Juan Gómez-Cornejo del que ya hemos conocido trabajos anteriores en el Teatro madrileño.
GILDA, EL AMOR
En la representación del pasado 5 de diciembre desplegaba sus voces el llamado primer reparto en el que el papel de bufón jorobado recaía sobre un nada jorobado ni deforme Ludovic Tézier, barítono francés, que tiene instrumento para una buena audición y que, en general, supo utilizar aún sin obtener todo el resultado del que podría ser capaz, lo que se vio en los desafortunados “maledizione” que quedaron muy lejos de la emoción y dramatismo esperado. También quedó lejos de las expectativas el tenor mexicano Javier Camarena encarnando al díscolo duque de Mantua que en lo vocal, dentro de la corrección, no emocionó y en lo escénico no estuvo. En medio de los dos, el objeto de deseo. Deseo de protección para el jorobado y deseo sexual para el poderoso noble era la dulce e inocente Gilda, aunque en la visión de Miguel del Arco poco tiene de dulce y menos de inocente, si atendemos a la escena en que es acompañada de forma muy explícita por una corte de mujeres desnudas. El papelón le toca a la soprano rumana Adela Zaharia que hace gala de profesionalidad y resolución, tanto vocal como escénica, más que suficiente como para ofrecer momentos tan brillantes como el aria “Gualtier Maldè… nome di lui si amato” al final del acto I, donde, a pesar de la línea marcada por el director de escena, la soprano rumana ofrece esencia verdiana, con el carácter y el espíritu que Francesco Maria Piave y el maestro de Busseto plasmaron en libreto y pentagramas, con el espíritu de Victor Hugo al fondo, tras los primeros velos. Pero tanta belleza tiene su fin, y es a manos de una maldición tan querida en los dramas operísticos. Aquella que lanza el dolido duque de Monterone contra Rigoletto en el acto I, acometido por Jordan Shanahan, barítono estadounidense que no está a la altura de su breve pero contundente papel. Con timbre apagado y de poco matiz, acompañado de una escasa actuación escénica. Entre los personajes de segunda fila, sin que ello signifique de segundo nivel, encontramos a Giovanna, a la que pone en pie la soprano de origen francés Cassandre Berthon con unos resultados muy dignos y complacientes. También con resultado correcto se desenvuelven el bajo Simon Lim y la mezzo suiza Marina Viotti en sus respectivos papeles del mercenario Sparafucile y de su hija manipuladora enamoradiza Maddalena. Acompañan al duque el conde y la condesa Ceprano y los cortesanos Matteo Borsa y Marullo, en las voces del barítono mallorquín Tomeu Bibiuloni, la mezzosoprano patria Sandra Pastrana, el tenor mexicano Fabián Lara y el barítono madrileño César San Martin, todos ellos con lecturas correctas para tan breves papeles. En definitiva, muchas voces que no alcanzan a dar cuerpo a la partitura verdiana y una luz, que a pesar de alguna sombre y titubeo, vertebra la ópera de esta noche, la voz de la soprano Adela Zaharia.
LUISOTTI Y EL FOSO
Esta vertebración es responsabilidad también de la Orquesta Titular del Teatro Real que bajo la dirección del ya conocido entre el público Nicola Luisotti navega una versión que en la contención parece no querer hacer sombra al responsable escenográfico, causante de ciertas distorsiones en el coro masculino al hacerles cantar con las máscaras de conejo y distribuidos a lo largo de las lomas que simulan la escena.
Siendo loable el intento de mostrar la gravísima situación que genera la violencia de género y la explotación sexual de la mujer, lacra que sin educación no se erradicará, la denuncia escenográfica actual no acompaña al drama verdiano de la impotencia del pueblo ante el bárbaro abuso de los poderosos (el rey se divierte) con amargo final de derrota ante el intento de levantamiento contra los abusadores. Todo vuelve al principio. En nuestra mano, y solo con educación también, está evitarlo.