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El Resplandor De La Tradición En El Liceu

El resplandor de la tradición en el Liceu

ISRAEL DAVID MARTÍNEZ    OCT. 24, 2025 (Fotos: ©Sergi Panizo) 

El 21 de octubre de 2025 el Gran Teatre del Liceu acogió una Giselle de línea clásica firmada por Peter Wright a partir de la herencia de Jean Coralli, Jules Perrot y Marius Petipa. La producción procedente del Bayerisches Staatsballett lució la escenografía y el vestuario de Peter Farmer, un paisaje romántico de campos y neblinas que subraya el tránsito entre la vida aldeana del primer acto y la blancura espectral del segundo. En el foso, la Orquesta Sinfónica del Liceu dirigida por Robertas Servenikas sostuvo la arquitectura musical con pulso narrativo y claridad de planos, devolviendo a Adolphe Adam un brillo que a menudo se da por sentado.

La velada confirmó una evidencia que los aficionados celebran. El Liceu ha tejido para esta temporada un mapa de ballet que respira ambición y continuidad. En ese marco, Giselle se volvió espejo del propio teatro. Un título canónico, una lectura respetuosa con el legado, intérpretes capaces de encarnar la tradición sin convertirla en museo. Ksenia Shevtsova delineó una Giselle de fragilidad vibrante y técnica bien asentada. Su locura no recurrió al exceso y su tránsito al mundo de las Willis tuvo el velo leve de lo inevitable. Jakob Feyferlik ofreció un Albrecht de nobleza nítida, preciso en el dibujo de los saltos y sincero en el remordimiento, más poeta que cortesano arrepentido. Juntos sostuvieron la columna emocional de la función y dieron sentido al clasicismo de la propuesta.

La producción, pulcra y fiel, es también un recordatorio de las virtudes y los límites de un clasicismo sin mediaciones. Wright honra el vocabulario heredado y el resultado es elegante, musical y seguro, pero rara vez se asoma a la zona de riesgo donde el mito se renueva. Farmer viste y enmarca con belleza intachable, aunque por momentos esa belleza roza la postal antigua. El segundo acto, reino de las Willis, pide a gritos una respiración más fantasmática y arriesgada, una luz que no solo ilustre sino que perturbe. Lo que se vio fue correcto más que revelador.

Entre tantos equilibrios destacó un instante que justificó por sí solo la peregrinación al teatro. Desde el foso, Óscar Alabau, primer violonchelo, hiló el tema de Albrecht en el acto segundo con una nobleza doliente que parecía trazar en el aire la memoria del amor perdido. Fue música dicha de manera magistral y convertida en destino. La sala respiró con el arco y el escenario pareció detener su mecanismo.

El Liceu ofrece a sus amantes del ballet una temporada de títulos que invitan a volver. Esta Giselle confirma que la tradición, cuando se sirve con seriedad y belleza, sigue siendo presente. Falta quizá un golpe de imaginación y de riesgo. Sobran razones para aplaudir.

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