
La edad del tango en Pietrasanta

ISRAEL DAVID MARTÍNEZ JUL. 22, 2025 (Fotos: @Bernard Rosenberg)
El tango no es una nostalgia ni una reliquia. Es una respiración profunda que nace de lo más hondo del cuerpo urbano. Tiene algo de duelo y algo de deseo. Es un arte que camina con los pies bien plantados sobre la tierra y, al mismo tiempo, con el corazón vuelto hacia un lugar que ya no existe. Su evolución, desde la danza de prostíbulos portuarios hasta la abstracción de la música de cámara, es una historia de transformación y de fidelidad. En ese tránsito, pocos nombres han dejado huella tan profunda como el de Astor Piazzolla. Y, sin embargo, resulta tan justo como necesario que un festival como Pietrasanta in Concerto mire más allá del mito y rescate a otro arquitecto del nuevo tango, tantas veces ignorado por los focos y los escenarios: Eduardo Rovira.
La velada del 21 de julio, bajo el título Piazzolla y Rovira la edad del tango, ofreció precisamente ese diálogo pendiente entre dos visiones complementarias de un mismo lenguaje. En la primera parte, el Octeto La Plata —formación de jóvenes intérpretes apasionados y rigurosos— se adentró con entrega en el universo sonoro de Rovira, desgranando un repertorio que incluyó obras como Nonino, Tango del Ángel o A Horacio Paz, entre otras. Hubo en su interpretación un equilibrio admirable entre precisión rítmica, sensibilidad tímbrica y una cierta melancolía contenida, que es el alma misma de esta música. En Rovira, a veces, la escritura es menos efectista que en Piazzolla, pero quizás por ello más introspectiva, más cercana a lo conceptual que a lo anecdótico. Fue un acierto dedicarle una parte entera del programa.
La segunda parte, a cargo del Octeto Buenos Aires, se sumergió en la fuerza arrebatadora de Piazzolla con arreglos vibrantes de piezas como Taconeando Pedro Maffia, Tierra querida o Los mareados. Aquí la energía se desató y la sala pareció respirar al ritmo del bandoneón. La ejecución fue intensa, brillante, cargada de dramatismo y fuego. Y, sin embargo, entre una obra y otra, los aplausos constantes fueron abriendo pequeñas grietas en el viaje emocional. Tal vez, si se estableciera un hilo narrativo entre las piezas, si el tránsito fuera más orgánico y menos interrumpido, la escucha ganaría en profundidad. No es una crítica, sino una sugerencia leve para futuras ocasiones.
El trabajo del conjunto fue notable, y brillaron especialmente Stephen Meyer y Daniel Hurtado Jiménez en los violines, Lysandre Donoso y Carmela Delgado en los bandoneones, Guillaime Lagravière en el violonchelo e Ivo De Greef al piano. Cada uno aportó una voz propia al tejido colectivo, sin perder nunca el pulso común.
De igual modo, uno no puede evitar imaginar cuánto crecería este repertorio con el matiz de una percusión sutil o con la voz humana como punto de fuga. No para saturar, sino para expandir las posibilidades tímbricas de una música que, por naturaleza, es plural y mestiza. El tango pide a veces ese eco de calle, ese murmullo de arrabal, que una voz bien elegida podría evocar con una sola sílaba.
En cualquier caso, fue una velada de gran calidad artística, donde la emoción no se buscó en la superficie sino en las profundidades. Pietrasanta in Concerto ha tenido el mérito de presentar el tango no como un exotismo ni como un recuerdo lejano, sino como una forma viva de pensamiento musical. Un lenguaje que aún late, que aún desafía, que aún enamora. La edad del tango no es una cronología. Es un estado del alma.