Iris brilla con luz propia
JOSÉ MARÍA GÁLVEZ OCT. 10, 2025 (Fotos: ©Javier del Real)
Quince óperas compuso entre 1880 y 1935 Pietro Mascagni (1863-1945) y de ellas sólo una ha permanecido en la memoria del aficionado medio, grabada y representada como ha sido “Cavalleria rusticana” (1890), pero hay otras dos como “L’amico Fritz” (1891) e “Iris” (1898) que tampoco son extrañas del todo en los teatros de ópera o salas de conciertos. Llega ahora al Teatro Real en dos únicas representaciones y versión de concierto la segunda de ellas: “Iris”.
El músico livornés afronta una ópera, enmarcada en el llamado verismo, de ambiente japonés, una antesala o precedente de la más famosa que Giacomo Puccini escribiría y estrenaría seis años después, “Madama Butterfly” (1904), curiosamente con el mismo libretista ambos, Luigi Illica (1857-1919). Es evidente que no tiene la expresividad, fuerza y empaque que la pucciniana, pero sí los suficientes momentos de interés, tanto orquestal como musical, como para resultar una escucha grata y recomendable. Más si se dispone de un plantel de intérpretes como los de estas representaciones.
Con “Iris” el compositor trae toda una serie de exotismos que matiza y trata a través de su orquesta, que se diría casi impresionista, donde resuenan sonoridades orientales que recorren desde la percusión al shamisen, pasando por combinaciones casi camerísticas, pero sin abandonar la esencia orquestal que ya conocíamos de su pluma, consiguiendo efectos tan opuestos como el lúgubre y pesante inicio de los contrabajos a solo hasta el coro final en plena apoteosis luminosa con la orquesta.
Pero no todo es luminoso en Mascagni, también tiene su lado oscuro. Le tocó vivir en la Europa en la que los fascistas inundaron el poder y en la que muchos tuvieron que coexistir. Pietro Mascagni, con Benito Mussolini en el Gobierno de Italia, se unió al Partido Fascista en 1932, como hizo también su colega Umberto Giordano (1867-1948). Durante el periodo fascista italiano Mascagni solo escribió una ópera: “Nerone” (1935), da que pensar la elección del personaje.
“Iris” se estrenó en el Teatro Constanzi de Roma el 22 de noviembre de 1898, cuando aún faltaba mucho para el vórtice fascista que pisoteó Europa y ahora llega a Madrid en lo que supone su estreno en el Teatro Real, eso sí, en versión de concierto.
Podría parecer que la ausencia de escena, de teatralidad y su representación lastrarían las dos horas y cuarto de música, cosa que en absoluto ocurre. Funciona razonablemente bien y la música que llena la sala desde la primera melodía no deja resquicio a la añoranza escénica en una ópera de gran contenido teatral y escénico que, sin duda, supone un reto para cualquier escenógrafo, desde la morada más que humilde donde viven Iris y su padre en el acto I, hasta ese fango, en el acto III, donde cae Iris despreciada por propios y ajenos para convertirse en un ser superior en un campo de flores y ascendida por el Sol, en mayúsculas, pues “Sono il Dio novo e antico; / Son l’Amor, son l’Amor!”. Un reto claro y atractivo para la escena y un esfuerzo teatral para los intérpretes.

Vuelven Jaho y Kunde
El elenco de solistas es fundamental en el resultado de una ópera en versión de concierto y los de esta ocasión son sumamente adecuados. La soprano albanesa Ermonela Jaho construye una Iris sumisa e inocente, a la vez que descubre a un ser que está en otro plano de la realidad, desde el inicio, dedicada al servicio de su padre ciego, que parece ciego de algo más que de la vista, hasta la elevación a un estado de gracia, a través del sol, con los versos “Un gran’occhio mi guarda! / Il Sole? È il Sole? / Tu sol non m’abbandoni!”, pasando por las vejaciones de ser expuesta en un mercado de trata de mujeres, que ella asume con resignación, nunca con ira. Iris es como el trazado sobre un plano donde la obra queda definida y que se completa con obras auxiliares y complementarias como el resto de personajes. Esto solo es posible con un instrumento pleno como el de la Jaho. Deslumbra su facilidad para graves y agudos, con un cuerpo medio lleno aún en los más sostenidos pianísimos, sabiendo colorear y darle el vibrato exacto. La emoción, la verdad, está en cada una de sus notas, con lo que si a ello le sumamos su asombrosa capacidad expresiva en lo teatral, reconocible hasta en el metro cuadrado de escenario que tenía junto a los instrumentistas, hace a la soprano albanesa un valor en alza y una intérprete ideal para papeles de gran expresividad, en el más amplio sentido del término. Como compañero de reparto en el papel de Osaka encontramos al tenor norteamericano Gregory Kunde que lo único que chirría de él es que sea un joven enamoradizo un tenor que debutó en 1978. Salvando este detalle el resto lo hace un Osaka ideal. Conserva Kunde la fuerza y seguridad de su instrumento, el gusto por el detalle y la inteligencia, incrementada por su experiencia, de saber usarlo en momentos delicados como en el tormentoso acto II cuando la orquesta parece que se le va a echar encima. A Kunde se le quiere, porque se lo ha ganado, y el público se lo demostró. El barítono argentino Germám Enrique Alcántara hizo un Kyoto villano y casi sádico, como no puede ser de otra manera en un tratante de mujeres, y a saber de qué más. La ductilidad de su voz hizo creíble cada frase y al personaje en general que sin dejar de ser un miserable se le aplaude sinceramente. Más miserable es el padre de la desdichada, el ciego, al que da vida el bajo surcoreano Jongmin Park, como ya dije en su interpretación del anciano orfebre Veit Pogner en Los Maestros Cantores, en la temporada 2023-2024, su interpretación es creíble y dosificada. Así dolente y condescendiente en su cabaña bajo el sumiso servicio de su hija, como iracundo y desquiciado en el acto II cuando ya ha decidido que su hija es una fulana que no merece ni ser escuchada y le arroja puñados de fango sobre su cara, escena que habría sido de gran poder dramático si estuviera escenificada. La voz de Park es oscura y dramática y supo contrastar lo suficiente los dos estados del miserable que desvela su naturaleza en el aria del egoísmo del ciego cuando dice que no saber a partir de ahora quien le encenderá el fuego o quien le guiará siendo sus ojos “tale è il pensier che in fondo / dispreme il pianto mio / e fa il mio duol profundo”. Breve el papel de la soprano española Carmen Solís como Dhia, pero como una buena fragancia se sirve en frascos pequeños, el color, el vibrato, la frescura de su voz natural nos ofreció una extraordinaria interpretación. El tenor Pablo García-López, de esa Córdoba lejana y sola que nos cantó Federico García Lorca (1898-1936), es un trapero lejano y solo, acompañado en su soledad por dos traperos integrantes del Coro, el barítono Íñigo Martín y el tenor Alexander González, magníficos en sus breves intervenciones al final de la ópera. García-López, también en el papel de mercader, demostró como cada vez que tenemos la fortuna de escucharle en el Real su interpretación nos hace disfrutar de una voz cálida, directa y convincente al igual que su comedida, por espacio, teatralidad.

Danielle Callegari veinticuatro años después
La orquesta y el coro titulares ofrecieron una velada impresionante. Sin altibajos ni decaimientos. En una partitura llena de color, desde los oscuros contrabajos iniciales que al trasladarse a los violonchelos empieza a derivar en otro estado de ánimo que poco a poco va descubriendo el autor hasta las iniciales danzas del teatro de marionetas, así como recoge un verismo dramático en la escena del suicidio o uno de nuevas dimensiones líricas como el Himno al Sol con el que se culmina la ópera, es necesario un pulso seguro y conocedor de tales vericuetos y esto lo tuvo en lo vocal el Coro Intermezzo y en lo instrumental la Orquesta Sinfónica de Madrid, titulares ambos del Teatro Real, pero difícilmente posible sin una dirección como la del italiano Danielle Callegari que fue a la música lo que un guante a la mano. Adaptación inteligente y sin aprietos. Sería muy deseable no esperar otros veinticuatro años para que el maestro italiano vuelva a este foso, aunque sea sin foso.

